Jamás había sentido un dolor así y durante años me pregunté cómo fui capaz de sobrevivirlo. Horas de tortura, olas desgarrándome el cuerpo por dentro sin que hubiera nada que yo, ni ninguna mujer antes ni después, pudiera hacer para detenerlas. En algún momento grité “no puedo más” y fue entonces cuando una mujer de uniforme rosa se acercó y me dijo “puja”. Son tan extrañas, mas, no arbitrarias, las cosas que la mente registra en instantes como esos. Mientras pujaba con un alivio enorme que me liberó del dolor, mis ojos se posaron en el nombre que brillaba en el pecho de la matrona: Frau Engel (la señora Ángel).

Fue así como me convertí en madre. Los meses de ilusión desembocaron en un día de terror al que siguieron semanas de lactancia dolorosa, el agotamiento extremo de incontables noches sin dormir. Despertar al ritmo de un llanto al que intentamos acallar para vencer o fracasar entre la angustia y la satisfacción, sin saber si hacemos lo correcto, guiadas por el instinto, la desesperación, la experiencia que jamás es suficiente: cada criatura llega al mundo con un manual de instrucciones que tardamos años en leer y cuando finalmente lo comprendemos ya es demasiado tarde. Libres, nuestros hijos andan por el mundo: los observamos de lejos desde la sabiduría y la nostalgia.

La sociedad celebra la ternura que siente una madre cuando su bebé reposa sereno entre sus brazos, a fin de cuentas, esa cálida emoción materna es un éxito de ventas, tan publicitaria la imagen que no solo vende el ideal de la procreación sino todo tipo de productos, desde pañales hasta sofás. Pero pocos observan la soledad que nace con la maternidad. Porque lo cierto es que una madre, incluso cuando está rodeada de consejeros (especialmente entonces) se encuentra inesperadamente explorando los rincones más recónditos de la soledad: esas madrugadas paseando por la habitación meciendo al bebé en brazos mientras todo duerme a nuestro alrededor, esas mañanas desnudas ante el espejo intentando reconocer nuestro cuerpo, ese interminable diálogo secreto con nosotras mismas donde recorremos nuestras decisiones con la severidad de un juez y la inseguridad de un principiante.

La maternidad está llena de contradicciones, como toda experiencia auténtica de la vida humana. Querer darlo todo y al mismo tiempo reservarse algo solo para una misma, un cajón inaccesible para esos seres que parecerían bebernos a manos llenas. Que cuando te llamen “buena madre” no te reconozcas a ti misma en la ecuación, como si hubieras reemplazado “yo” por “madre” convirtiéndote en cero, mientras que otros te critican justamente cuando hallaste un medio justo entre dar y desear. La ironía de descubrir que el amor más grande es puerta abierta a un dolor ilimitado.

La maternidad es una experiencia íntima como ninguna (de ahí el pudor que sentimos al narrarla) y a la vez es la conexión humana más radical y transformadora que nos ha sido dado experimentar. De ahí que resulten tan deslumbrantes las obras escritas desde la maternidad sin velos, como las de estas dos autoras ecuatorianas: Diario blanco (Ana Cristina Franco) y La madre que puedo ser (Paulina Simon). (O)