“¿Qué es la verdad?”, preguntó el gobernador romano Poncio Pilatos el viernes en que juzgó a Jesús. Para Nietzsche esa pregunta cuestiona radicalmente todo el Nuevo Testamento. Este criterio a su vez puede ser cuestionado desde aspectos históricos, sociológicos, ¡teológicos!, pero queda en pie la interrogación. Digamos que la verdad es la coincidencia del conocimiento con la realidad. Pero no estamos dotados para conocer la realidad, lo que nos llegan son las sensaciones que produce la realidad sobre nuestros sentidos. ¿De manera que las cosas son lo que parecen? No, pero no podemos ir más allá de las apariencias, viciadas irremediablemente por nuestra subjetividad y la relatividad de las circunstancias. A pesar de esta limitación, todos los códigos morales condenan la mentira, que es la no coincidencia voluntaria entre el conocimiento del sujeto y la expresión en palabras o signos de tal conocimiento. La proscripción de la mentira es necesaria, porque si no puedes creer lo que el otro te dice, la convivencia social es imposible. La sociedad existe por la confianza mutua entre los asociados de que el otro dice “la verdad”, de que el otro expresa lo que las apariencias lo han llevado a creer es la realidad.

Velasco Ibarra sostenía que la moral del político es “biológica”; entiendo que esto significa que sus acciones deben estar orientadas a la supervivencia y eficacia políticas como prioridad. Si es así, interesa sobre todo la utilidad del acto para posibilitar el control del poder, que es la finalidad de la política. Así el “decir la verdad” estaría sometido a la conveniencia política. Estamos, pues, ante una manifestación del discutible principio de que “el fin justifica los medios”. Se dice que en política no hay que mentir jamás porque, descubierta la mentira, la confianza del soberano (el monarca o el pueblo) se pierde y no se puede reparar, aunque se sobreviva al cataclismo desatado por el engaño.

En los Estados Unidos, una de las más antiguas y sólidas repúblicas, el único presidente destituido lo fue no por una fallida operación de espionaje doméstico, sino porque mintió. Y otro estuvo a un tris de serlo no por adúltero, como querrían algunos, sino porque mintió, aunque él arguyó, con un juego de palabras, que no había querido decir lo que el Congreso había entendido: “Donde dije digo, digo Diego”. El trabalenguas le sirvió a Clinton, pero el uso “biológico” de la verdad es un arte delicado y peligroso. Los hechos reales son expuestos de manera que sirvan a los propósitos políticos. Si se descubre el truco, se pierde la confianza y se hace el ridículo. Si un juez sostiene que podía actuar contra el fallo en firme de una corte superior, sobre temas que no tienen que ver con su distrito, a cuenta de que es “multicompetente”, saca esa palabra de contexto y la equipara con “omnipotente”. Si el Ejecutivo dice que no impidió la ejecución del abuso a cuenta de que eso sería “meter la mano en la Justicia”, interpreta el concepto de forma tan extremada que lo distorsiona, convirtiéndolo en “ignorar cualquier cosa que cualquier juez haga”. Cuidado, un pueblo que se siente engañado es una fiera muy peligrosa. (O)