Este miércoles 10 murió Orenthal James Simpson, conocido como O. J., jugador de fútbol americano y actor. Nació en 1947, en San Francisco de California rodeado de desventajas, pobreza, ausencia de su padre, desnutrición y, la más fuerte, afrodescendiente, en un país que recién empezaba a cuestionarse la segregación racial impuesta por ley en muchos estados. Como tantos chicos en su situación fue tocado por la delincuencia, lo sancionaron por un pequeño robo a los 15 años, tras lo cual dio un giro positivo hacia el deporte, para convertirse en uno de los hombres más veloces del mundo. Formó parte de la posta que batió el récord mundial de 4x100 metros planos. Aprovechando este don se dedicó al fútbol americano, inicialmente en el equipo de la Universidad del Sur de California, ya famoso pasó a las grandes ligas con los Buffalo Bills, equipo en el que jugó nueve temporadas, con impresionante rendimiento. Incluido en el Salón de la Fama del Fútbol se retiró por problemas de salud e inició una carrera en el cine y televisión. De buen ver y agradable trato pareció enrumbarse en su nueva profesión, se casó y tuvo tres niños.

El destino torció su ruta cuando la menor de sus hijos murió ahogada. Luego se divorció y se casó con una camarera de night club, Nicole Brown. El nuevo matrimonio fue tormentoso, el atleta fue acusado varias veces de violencia doméstica. El culebrón de un nuevo divorcio terminó en 1994, cuando Simpson apuñaló a Nicole y a un acompañante. En un juicio turbulento la defensa de Simpson contó con famosos abogados y utilizó un poderoso aparato mediático para impresionar a la opinión pública, haciendo aparecer el caso como persecución racista. Un juez de origen asiático y un jurado sobrecargado de “diversidad” declararon inocente a O. J. pese a la abrumadora evidencia en contrario. Un juicio civil, en cambio, reconoció su culpabilidad y lo condenó a pagar más de 30 millones de dólares. La oscuridad no se disipaba y en 2007 fue encontrado robando trofeos deportivos, ya no se salvó y pasó nueve años en la cárcel. Sin embargo, según el parte mortuorio, falleció dulcemente rodeado de sus descendientes.

Más conocido en su país, O. J. Simpson saltó a las primeras planas de todo el mundo con el crimen. Desde entonces se mantuvo en una cuestionable vigencia que opacó la que tenía en los tiempos de sus grandes logros deportivos y su digno paso por la actuación. Su caso provoca dos reflexiones. La una se refiere a la distorsión del significado del deporte que, de ser una actividad enaltecedora del cuerpo y formadora del espíritu, indispensable para una buena salud, ha pasado a ser más que nada un espectáculo, en el que se endiosa a personas poco formadas, que luego serán las más graves víctimas de este sistema. Un negocio en el que no se puede hablar de “mens sana, corpore sano”, sino de “corpore sano, pera plena” (cuerpo sano, bolsa llena). El otro aspecto discutible es la “discriminación inversa” que en aquellos tiempos comenzaba y ahora domina, que permitió a Simpson escapar de la justicia. Lo absolvieron, pero quedó marcado y al final la cárcel lo alcanzó. Hay mucho que hablar de ambos temas. (O)