La misma pregunta me persigue hace muchos años, desde mis inicios en los movimientos de la no violencia y mi sed agobiante de paz y entendimiento, de convivencia y respeto entre todos los seres humanos y la creación en su conjunto.

Cada vez soporto menos o puedo ver acciones de violencia. Por eso me extraña que en los Juegos Olímpicos, nacidos como tregua y paz entre naciones o grupos enfrentados, el boxeo sea un deporte. ¿Golpear a otro por deporte y se paga por ver? Y que las mujeres ahora compitan en la disciplina…

Y curiosamente, quizás por esa misma sed he trabajado, vivido, comprendido y tratado de aportar cambios a grupos violentos de todo tipo. No he sentido miedo de las personas, aunque algunas eran casi imposible que pudieran cambiar, sino urgencia de encontrar caminos creativos para parar los odios, los rencores, las luchas por poder que con su accionar esparcían en toda la sociedad. Sí he pasado angustias profundas, como la que siento ahora con lo que sucede en Venezuela, pero sé que hay salidas. Aprendí que la paz y la justicia, la equidad, el respeto, se los construye. Que hay que pagar precios y que es preferible una reacción violenta a la sumisión y al no hacer nada. Que los cambios positivos requieren de todos, que nadie está de más y que todos son importantes. Que es difícil retomar el sendero cuando se acepta perder la dignidad y convertirse en felpudo a cambio de dinero, de prestigio o de máscaras que ocultan la realidad. Que en esa tarea se está solo, aunque estemos acompañados, y que un abrazo siempre viene bien. Que a veces hay que esperar porque se tiene prisa. Que los procesos llevan tiempo, hay que ir encontrando descansos en el camino que aporten esperanza a una marcha que puede ser larga, y superar el tiempo de una vida humana.

Elecciones en Venezuela: ¿se pueden tomar acciones desde la comunidad internacional o no hay nada efectivo que se pueda hacer?

El espejo de Venezuela

Mi experiencia cercana con la muerte de otros y la mía propia me dejó aún más acentuado ese rechazo a la violencia y mi convicción inamovible de que el amor tendrá siempre la última palabra en nuestra historia y en la de los pueblos. La condición: mantener la capacidad de indignación frente a toda injusticia, aceptar el sufrimiento que acarrea, como la semilla que cae en tierra y se hincha, se pudre y resurge en una nueva vida. Mantener ese equilibrio frágil que supone sostener la fe como la llama olímpica que se transmite y no se apaga y al final estalla en una fiesta de posibilidades y vida.

Venezuela nos duele. Hace años visité Caracas. Dolían las casas con techos de cartón en los cerros, la pobreza que trepaba las montañas y la riqueza que se explayaba en los jardines de las amplias avenidas. Ahora nos duelen sus migrantes, sus esperanzas truncadas, sus muertos, sus jóvenes llorando, el narco que la invade y las mafias que la asolan. Nos duelen los que aguantan, esperan y se arriesgan.

Nos duelen ahora el fraude electoral y la derrota de la democracia que la perennización en el poder de los “salvadores de turno” supone.

Viene a la memoria la frase de Churchill: “La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando”.

¿Los pueblos tienen que pasar por tanto sufrimiento para poder vivir con equidad, trabajo, educación, salud y como fruto la paz?

Te amamos, Venezuela. (O)