Olas de violencia y enfermedad, olas de frío y calor, olas... Nos imagino a orillas del mar observando asombrados su llegada: olas juguetonas que ronronean a nuestros pies y hacen reír a los niños; olas brutales, aterradoras, destructoras. Existen en la naturaleza como una anomalía y han hundido miles de barcos a lo largo de la historia. En 1995 se reconoció científicamente su existencia (la ciencia es un santo Tomás: ver para creer) cuando el láser de la plataforma petrolera Draupner en el mar del Norte captó una ola de 26 m de altura. Y aunque las olas monstruosas han existido siempre, quienes las vieron no sobrevivieron para contarlo. O sí, pero sus historias alucinadas pasaron a formar parte del corpus de fábulas y leyendas que alimentan la imaginación de los soñadores.

En 1978, el carguero MS München de la célebre flota Hapag-Lloyd desapareció en el Atlántico durante una de sus travesías intercontinentales. Dos barcos que zurcaban el océano en coordenadas cercanas recibieron señales del München pidiendo socorro, pero no llegaron a tiempo. La Hapag-Lloyd no volvió a bautizar a ningún barco como München (supersticiones de marineros, dirán quienes han dejado de comprender el universo desde el misterio). Lo cierto es que nuestras vidas no transcurren a orillas del mar en espera de olas más o menos grandes, olas que acaricien o destruyan, olas que traigan pesca abundante o hambre y muerte. Vivimos a bordo de naves en mar abierto y no somos más dueños de nuestro destino que el capitán al timón. Nos empeñamos en creer que si giramos a la derecha allá nos dirigiremos. Hemos olvidado que nuestros ancestros ya conocían el arte y ciencia de observar estrellas y mares en busca de señales que determinarían nuestro rumbo. Solíamos hacer sacrificios rituales, libaciones, oraciones para pedir a los dioses que nos concedieran dirigirnos donde deseáramos ir, o que nos guiaran o nos fueran propicios en nuestras intenciones y esfuerzos. Pero un día aprendimos a construir barcos rápidos y poderosos, instrumentos de medición y predicción precisos, y decidimos que podríamos valernos por nosotros mismos.

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Hemos olvidado que nuestros ancestros ya conocían el arte y ciencia de observar estrellas y mares en busca de señales...

Siempre me fascinaron las zonas de sombra de las ciencias, aquello que no somos capaces de controlar ni predecir. Los científicos más sabios comprendieron el límite del conocimiento: la ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza y esto se debe al hecho de que nosotros mismos somos parte de aquel misterio que intentamos resolver (Max Planck, A dónde va la ciencia, 1932, prólogo de A. Einstein). Eran científicos de una época que acertadamente andaba sobre la cuerda floja entre la percepción mística y científica del mundo. Pero hoy, ¿quién se detiene a mirar las constelaciones e interpretarlas, quién sabe contar historias inteligentes que den sentido al caos, la tragedia, las olas monstruosas?

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Es tanto, hoy podemos predecir, explicar y resolver. Aun así nos abruman las olas que nos azotan individual, temporal y colectivamente. Mar plácido en nuestra vida íntima, brutal la tormenta que nos envuelve. Días soleados entregados al vaivén de las olas acariciándonos la espalda, noches de bracear desesperados en aguas turbulentas. Sobrevivir es quizá amar el mar: inexplicable e incondicionalmente. (O)