Lo que García Márquez describió como “los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”, se apagó en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, Colombia, un horrible 17 de diciembre de 1830. Meses antes, como una traición, se había fundado el Ecuador. El proyecto americano no se acabó como un estruendo, sino como un suspiro. No llegó a ser. Hoy, a algunos nos parece que las guerras por la independencia del imperio español deben ser entendidas en el contexto de una lucha de clases en la que las élites criollas, por miedo a perder los privilegios, prefirieron romper con la corona y fundar repúblicas de medio pelo, que les permitieron seguir abusando y explotando, no sé cuánto tiempo más. A veces me pregunto si esos proyectos, tal como fueron concebidos y cristalizados, tenían alguna esperanza.

Quizá con más sentimiento que pensamiento, me gusta asumir que en Bolívar sí existió un ideal que atravesaba culturas y que buscaba una auténtica emancipación. Me gusta pensar que, inmerso en sus delirios sobre el Chimborazo, fue capaz de concebir la inmensidad imponderable del mestizaje como fórmula para descifrar el mundo. Hoy, quizá todo aquello, es solo ficción. Pero confieso que me gusta pensar que algo de mi propia historia también llegó a esa quinta histórica de Santa Marta, probablemente como un epígono de mi vida y de la de tantos más. Se trata de los cuadros del maestro Oswaldo Viteri, que murió el 24 de julio pasado y cuya obra constituye, como pocas cosas, un auténtico instante americano.

Viteri es inmenso, imponderable, como nuestros más altos nevados. Ya lo dijo Rodríguez Castelo, al plantear que todo gran artista cumple una misión profética y que, en el caso de Viteri, hablamos de un verdadero poder, entrañable, conmovedoramente humano. Me quiero quedar en el múltiple plano de lo profético ya que, es evidente, no es viable un país sin pintores, y no lo es porque jamás debe ser posible un país sin memoria y sin deseos de porvenir. Viteri descubrió al Ecuador, en cuanto motivo y misterio, como se halla un tesoro, un paraíso perdido, un amor. Como Rivera descubrió, una y otra vez, eternamente, a México. Como Jackson Pollock al extraño corazón de Norteamérica.

No he querido escribir un comentario de arte, sino expresar mi amor y agradecimiento a Oswaldo Viteri y poner su obra en el contexto de un país que se deshace, día a día, entre la masacre y la descomposición. Su vida, transformadora, ha sido una proeza. Su genio indagó, con sutileza y rigor, en la complejidad enriquecedora de nuestro mestizaje y en la maravillosa expresividad del folclor. Su mística nació de la celebración de los toros y de los Andes y de una conciencia femenina que en el Ecuador ha sostenido y sobrevivido a la historia. Durante años compró las muñecas de trapo que elaboraron mi abuela Zoila, sus hermanas y sus hijas. Artesanas en medio del apocalipsis y creadoras de la materia prima en las composiciones de un genio. Algunos de esos cuadros han sido expuestos en la Quinta de San Pedro Alejandrino. En el final y el principio de América. (O)