La otra pandemia no tiene aún vacuna, y pocos están preocupados en darle remedio urgente, como fue con el COVID-19. Es invisible, al igual que el virus surgido en China, pero la diferencia está en sus síntomas, que más que físicos, son sociales: los expertos que ya la estudian, sin las luces que enfocaron al coronavirus, coinciden en que su mayor y más peligroso efecto es la soledad, que en esta pandemia paralela también puede ser mortal.

Me refiero a la salud mental, que en estos tiempos debe ser tan importante como la vacunación masiva. “No se puede separar la salud física de la salud mental”, advertía recientemente el neurólogo argentino, radicado en España, Facundo Manes al diario El País. Él es uno de los estudiosos de esto a lo que los Gobiernos parecen no haberle puesto suficiente atención, concentrados en el doble pinchazo que reactiva la economía. “Hay que hacer una gran campaña de psicoeducación, dar herramientas a las personas para detectar el estrés, la angustia, la ansiedad y poder abordarla”, agrega.

Hoy los efectos del COVID-19 han obligado, a expertos como Manes, a reenfocar sus estudios sobre el cerebro humano. Se mira con atención el impacto que causa en cinco grupos clave, de los que en Ecuador sabemos tácitamente lo que enfrentan ahora: los jóvenes y adolescentes, a quienes el coronavirus les llegó en una etapa de desarrollo cerebral y de modulación de las emociones; a las mujeres adultas, porque el encierro aumentó la violencia doméstica y su desesperación por escapar de ella; a los adultos mayores, muchos ya vivían una epidemia de soledad, ahora agravada; a los profesionales de la salud, que han debido administrar sus emociones, luto y angustia ante un enemigo que llegó sin manual de instrucciones; y a los pobres, que más que una condición socioeconómica, viven una serie de limitaciones a las que ahora se suma la baja autoestima y las casi nulas opciones de desarrollo que les deja el COVID-19. Gobiernos, alcaldías, ahí están los primeros indicios claros de esta otra pandemia que, creen los expertos, será mucho más larga que la de Wuhan.

El COVID-19 tomó lo más importante de la especie humana para usarlo en contra de ella: el contacto físico. Y casi dos años después aún no nos deja abrazarnos ni tocarnos, lo que es muy grave. “Igual que la sed es una alarma biológica que nos recuerda que tenemos que hidratarnos, la soledad es una alarma biológica que nos recuerda que somos seres sociales”, ejemplifica Manes.

¿Cuántos de nuestros viejos, nuestros jóvenes, mujeres maltratadas o niños, horas y horas frente a pantallas, se están sintiendo solos en este momento en Ecuador? ¿Alguien les acerca algún tipo de ayuda? No he encontrado una cifra al respecto, pero quienes han logrado vacunar con eficiencia deberían ahora también enfocar al combate de la soledad crónica, que es considerada un factor de mortalidad tan importante como la obesidad o el tabaquismo, y más importante que la polución ambiental. Pero hay luz al final del túnel: la historia mundial evidencia que la adaptación y la resiliencia han sido características de los humanos, luego de periodos tan oscuros como el coronavirus. (O)