Durante más de seis décadas, en América Latina, el método “ver, juzgar, actuar” fue brújula y bastón para quienes, desde una mirada cristiana o influenciada por ella, buscaban transformar la injusticia y abrir caminos de equidad. Era una manera de leer el mundo y comprometerse con él.
Pero el tiempo no pasa en vano. Ese método, tan vital en sus inicios, fue perdiendo frescura. Se rigidizó. Se volvió fórmula. Terminó por levantar muros donde antes tendía puentes. Y como suele ocurrir, lo que no se renueva se endurece… y se vuelve caricatura.
El gran obstáculo fue –y sigue siendo– el “juzgar”. Porque quien juzga se sitúa por encima. Y en ciertos espacios cristianos, eso se agrava: creer en Jesús, el nazareno humilde, se transforma para algunos en una superioridad moral desde donde señalan, clasifican, dictan sentencias. Escuchan para responder, no para comprender. Juzgan, pero no se juzgan. Y así se rompe la posibilidad de un encuentro real.
Por eso celebro la insistencia del papa Francisco (de nombre secular Jorge Mario Bergoglio, 1936 - 2025, papa desde 2013 hasta su muerte el pasado 21 de abril): antes que juzgar, hay que pensar y sentir, y luego, sí, hacer. O sentir y pensar, en el orden que brote. Lo importante es no amputar el corazón del análisis, ni dejar al pensamiento sin cuerpo.
Sentir es un acto revolucionario. Es detenerse, tocar lo que arde, dejar que la realidad nos atraviese. ¿Qué nos duele? ¿Qué nos conmueve? ¿Qué nos da esperanza? Esa sensibilidad es lo que nos hace humanos.
Si el presidente hubiera sentido el dolor de los padres de los niños de Las Malvinas, si los hubiera abrazado, si hubiera llorado con ellos, hoy otra sería nuestra historia.
Si quienes lanzan drones sintieran que del otro lado hay niños, mujeres, ancianos… quizás apretar el botón ya no sería tan fácil.
Pensar es ponerle nombre a lo que sentimos. Y cuando algo tiene nombre, deja de ser bruma. Aparece la posibilidad, no la perfecta, sino la concreta. La que se puede caminar, a veces en medio del lodo, otras entre las piedras. Pero que nos permite avanzar.
Así deberían plantearse las decisiones colectivas, incluso las más grandes, como la convocatoria a una asamblea constituyente de la que mucho se habla: desde el pensamiento que nace del dolor compartido y del anhelo de algo mejor, pero también desde la oportunidad y el riesgo.
Y entonces viene el hacer. No cualquier hacer. No el de la urgencia vacía ni el de la grandilocuencia estéril. El hacer que nace de la coherencia. De lo que se puede, de lo que toca hoy. Un paso. Luego otro. Decidir no rendirse ya es una forma de actuar.
Hay muchas formas de hacer. El arte, por ejemplo, es un hacer que transforma sin estridencias. Y también lo es la siembra, la escucha, el abrazo, la palabra justa en el momento justo. Hacer con las manos, con el cuerpo, con la entraña. Porque la acción que lleva dentro el pensamiento y el sentimiento tiene la potencia de la vida. Y la vida, siempre, vence al odio y a la muerte.
Francisco no nos propone una fórmula nueva. Nos invita a ir más hondo. A pensar sin dejar de sentir. A actuar sin dejar de pensar. A vivir sin dejar de amar. (O)