Han pasado apenas unas horas desde que se conocieron los resultados electorales y es evidente que el Ecuador decidió su rumbo con una contundencia que pocos anticipaban. Daniel Noboa no solo ganó: arrasó.

Esta respuesta masiva en las urnas no se explica únicamente por la figura de un político joven e inteligente, ni tampoco como una simple revancha entre clases sociales. Lo que se definió el 13 de abril fue algo mucho más profundo: si los ecuatorianos queríamos seguir viviendo en una república imperfecta pero abierta al debate o retroceder a un régimen en el que la crítica era traición y toda voz disidente, una amenaza que debía ser silenciada.

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Ahora bien, la candidatura de Luisa González logró conmover a sectores populares que añoran la época de bonanza petrolera, subsidios generosos y una fuerte presencia estatal. En un país donde más del 30 % de la población vive en condiciones de pobreza, la promesa de regresar a esos tiempos de consumo y obras públicas podía resultar tentadora. Pero votar únicamente con la memoria es un error. El pasado correísta no fue solo cemento y bonos: también fue persecución, censura, impunidad y una corrupción que dejó heridas abiertas en nuestra institucionalidad.

Frente a esa realidad, el correísmo no ha mostrado autocrítica. Nunca ha pedido perdón. Jamás ha explicado sus excesos. No ha renovado su discurso ni su liderazgo. Solo ha cambiado de rostro. La desdolarización disfrazada, el pacto con quienes incendiaron Quito, los audios de Verduga que revelaban desesperación por capturar el poder a cualquier costo, el desprecio sistemático al Derecho, la cercanía con Nicolás Maduro y el distanciamiento con los Estados Unidos, la entrevista a Ricardo Patiño por parte de Rafael Correa, hablando a favor de Rusia y fustigando al dólar, pesaron. Y mucho.

Daniel Noboa, en cambio, supo leer el momento. Corrigió errores de la primera vuelta, él y su equipo recorrieron el territorio con humildad, fortaleció su equipo en puestos claves y se mostró ejerciendo el poder. Siendo presidente. Su figura encarnó una opción democrática, fresca, con inteligencia emocional. Y la ciudadanía intuyó que si él perdía, el correísmo retornaría con más fuerza, sed de revancha y una peligrosa convicción: la de que volverían los días de impunidad y silencio.

Esta fue, sin duda, una elección entre libertad y autoritarismo; entre democracia frágil y corrupción estructural; entre la incertidumbre de un liderazgo joven y el peligro de lo ya vivido. Una elección entre futuro y pasado.

En definitiva, el voto del domingo no fue solo un acto emocional provocado por la cercanía de un candidato con su pueblo. Fue un ejercicio de conciencia cívica. Una respuesta histórica. Una defensa racional de lo que tenemos que cuidar y mejorar. Votamos con emoción, sí, pero también con lucidez. Con la memoria encendida. Con la historia a cuestas.

Y con la convicción profunda de que si de verdad queremos salvar al Ecuador no podemos olvidar lo que fue el correísmo. (O)