Es un alivio y un privilegio entender y aceptar los cambios en el mundo. Los sonidos, las letras, las historias o las imágenes que amamos no cambian con el paso del tiempo, cambiamos nosotros. Quizá por eso será siempre una experiencia distinta el volver sobre una obra, por ejemplo literaria, que nos conmocionó en el pasado. Algo me he permitido escribir sobre Bob Dylan a lo largo de los años. Y nunca es suficiente. Hoy vuelvo a hacerlo, a propósito de la película A Complete Unknown (Un completo desconocido) del director James Mangold, en la que Timothée Chalamet interpreta al músico que lo ha ganado todo, incluido su merecido y apoteósico y excelso Nobel de Literatura.
En aquellas otras ocasiones no me había detenido en la importancia de los ídolos. Bob Dylan, con veinte años a cuestas, ha llegado a Nueva York en busca del mítico cantautor Woody Guthrie, al que le debía tanto. Encontró un cuerpo casi inmóvil, preso de varias enfermedades e incapaz de la música, pero en la fría sala de un hospital le pudo agradecer y cantar lo que había escrito para él. Quizá ese es el momento en el que Robert Zimmerman empieza su transformación en Bob Dylan. Nueva York era una tierra prometida. Es 1961. Y pronto, en la escena folk del Greenwich Village, conocerá a la tan bonita voz de Joan Baez, quien le abrirá la lenta e irremediable puerta hacia la gloria y a quien le romperá el corazón.
Su voz, extraña y carrasposa, será un huracán. Como una fuerza multitudinaria y antigua. Durante la Crisis de los Misiles en Cuba contemplará la posibilidad de la destrucción masiva con calma, casi estoico, porque la poesía no le debe temer a la muerte. Escribirá, tan joven, la canción que todos querían que escribiera. La cantará con Joan Baez, envueltos los dos en una mística histórica y un magnetismo eléctrico, tan físico como el de los planetas orbitando alrededor del sol. A diferencia de tantos otros, luchará con todas sus fuerzas y su lucidez contra la condena de haber escrito una obra maestra capaz de expresar la sensibilidad de toda una generación. Superará Blowin’in the Wind. Es decir, se superará a sí mismo y, muy a pesar de la mirada resignada de Monica Barbaro (quien interpreta a Joan Baez) que lo observa mientras él se aleja en su motocicleta, se liberará del efímero clamor de una época y hará del folk una Ítaca y no una cárcel pura. Será universal, como Shakespeare o García Márquez, como Homero o las doce tablillas de arcilla del rey asirio en las que se conservó la Epopeya de Gilgamesh.
Recordará el tiempo, ya remoto, en el que caminaba libre y anónimo por las calles Nueva York, sobre todo al amanecer. Con su guitarra en bandolera y sin certezas. Quizá harto de ser Bob Dylan y ansioso de ser nadie. Se volverá un octogenario, una leyenda (como diría Dickens) de la mejor y la peor de las edades, una voz del apocalipsis o un Dios. Le pedirá a Patti Smith que asista en su lugar a Estocolmo y lea su discurso de aceptación del Premio Nobel. En ese escrito, le rendirá tributo al folk, ese hogar más serio, lleno de tristeza o de triunfo, de fe en lo sobrenatural y con sentimientos más profundos, que descubrió en su juventud. Esperará con emoción nostálgica su película y le pedirá a la producción que no usen el nombre real de Sylvie Russo, para liberarla del destino fatal de haber sido reducida a ser su ex.
Para ese entonces, yo estaré a pocos días de cumplir la edad de Cristo. Recordaré que un 6 de noviembre del 2019 lo vi en Michigan, en concierto, con la felicidad de ver en carne viva a un ídolo que me hizo consciente del hálito vital de la literatura. Escribiré el primero de mis artículos sobre Bob Dylan que mi abuelo ya no leerá, porque los tiempos han cambiado. Nuevos conflictos, entre poderosas y delirantes potencias nucleares, aparecerán en el horizonte y mancharán de preocupación el futuro. Habré ido al cine y habré comprobado, en la actuación de Timothée Chalamet, que Bob Dylan es un misterio indescifrable, como lo es en general la música y su inescrutable persistencia en la memoria de los seres humanos. Como lo es el arte. Y aun así, pese al enigma, agradeceré que esa voz carrasposa y esa energía sobrenatural me hayan acompañado todos estos años, en la alegría y el desastre. Extrañamente, al salir del cine, habré vuelto a mi centro y a la ilusión de que encontraré aquello que busco y que no sé qué es. Quizá sea el viento, la compasión, la esperanza, el amor sagrado de mis abuelos convertido en un monumento de mármol sobre una montaña o el poder de la música, del lenguaje o de los viajes. Una juventud a prueba de fuego. (O)