Sin importar a cuál Dios uno se aferre en esta sociedad transcultural, hacerlo calma la angustia de existir cuando es lo impredecible lo que marca los días. Vivir en tiempos líquidos incluye a quienes se encomiendan a su Dios con una ferocidad alarmante. Se retorna a la religión y a los profetas para encontrar un sentido ante la devastación de lo sagrado que la era de la ciencia y tecnología parece generar. La nostalgia de un gran padre ordenador emerge de la peor manera.

Un libro de filosofía

Escucho a corruptos, narcotraficantes, criminales, políticos, dictadores, pedófilos, terroristas, pedir a su Dios amparo, y agradecer o maldecir, vía palabra, obra u omisión. Las contradicciones entre lo que se cree, se dice y se hace son harto visibles; el Dios benefactor y el satánico se funden a la imagen y semejanza de los humanos.

Recuerdo el desconcierto de los alumnos cuando una docente, para introducir la filosofía de F. Nietzsche, preguntó si Dios había muerto. Antes de explicar que se trataba de la función de Dios, del final de los absolutos de la verdad y los fundamentos desde los que ordenamos la realidad, la mayoría salió del aula molesta por “cuestionar sus creencias”. ¿Cuál es el rol de la universidad?, pensé.

La ceremonia

Y sí, en las religiones uno se sostiene para no caerse del mundo. En nombre de su Dios la gente desata guerras, arrasa ciudades, ocupa tronos, lacera su cuerpo, sacrifica inocentes, comete femicidio, comercia de todo. En nombre de Dios se hace fraude, se destruye la familia, se congregan castas, se violan niños. En nombre de Dios, la razón se encadena a la certeza de la satisfacción en la destrucción y cancelación del otro.

¿Va perdiendo lo sagrado su textura? Escribía J. A. Miller en 2015, a propósito de la masacre de Al Qaeda en la sede de la revista Charlie Hebdo, al grito de “Alá es el más grande”, que hay un retorno de la blasfemia; el pensamiento crítico cartesiano no ha desvanecido lo sagrado. Para Miller, la ficción religiosa permite que “se mantengan unidos los signos de una comunidad, la piedra angular de su orden simbólico. Lo sagrado exige reverencia y respeto”. De no haberlos, surge el caos.

La humildad es de los sabios

Aclara Miller que los discursos están hoy superpuestos mientras que “lo sagrado de uno y lo nada sagrado del otro están en las antípodas”, ejerciendo el goce su dominio. Lo vimos en las protestas en las Olimpiadas de París; en el beso de Putin al Corán; en la visita del nuncio apostólico del Vaticano a Nicolás Maduro; en la acusación de Maduro, Biblia en mano, a María Corina Machado de usar “collares satánicos”; rosarios que le regala el bravo pueblo venezolano y que ella cuelga, agradecida, sobre su camiseta blanca de libertad.

Acudo a Baruch Spinoza, expulsado de la comunidad judía ortodoxa en 1656, y me cobijo en su concepción laica, ética y humanista de “Dios, o sea, la naturaleza”, entendiendo que su esencia es un misterio de lo infinito, una sustancia que es en sí y se concibe por sí, no por otra cosa. Hago entonces de la afirmación de E. Krause una pregunta: ¿son necesarios los herejes? Y añado: ¿Lo son para abordar, en forma inédita, los impases de la civilización? (O)