La Ley Orgánica de Integridad Pública no cumple los requisitos que la Constitución exige para ser llamada orgánica, ni tiene el carácter económico que se le atribuye, pero aún más, afecta a los ciudadanos, especialmente a “esos locos bajitos”, como llama Serrat a los niños en una canción. En efecto, la carta magna manda que, para los adolescentes infractores rija un sistema de medidas socioeducativas, que la privación de la libertad será establecida como último recurso, por el periodo mínimo necesario. La Convención sobre los Derechos del Niño, con 196 Estados Parte, entre ellos Ecuador, que por ende le es de obligatorio cumplimiento, consagra también esos mecanismos de protección para un proceso judicial, ampliándolos al mandato de que la causa será dirimida sin demora. La Asamblea Nacional entendió tales preceptos al revés: eliminó la norma que decía que las finalidades de las medidas socioeducativas son distintas a la finalidad de la pena para adultos, evidenciando su afán de tratar como adultos a los menores de edad y suprimió el objetivo de desarrollar sus competencias laborales; privilegia el castigo de prisión, extendiendo el tiempo de encarcelamiento hasta 15 años; y prolonga el lapso que debe durar la investigación y preparativos del juicio, manteniendo para los presuntos perpetradores y víctimas la angustia.
¿Dónde entonces el respeto al principio de interés superior del niño que establecen la Convención y la Constitución y que cínicamente en la ley se invoca? ¡Te entierro el puñal por tu bien! La Asamblea Nacional pretende ignorar las causas de que los adolescentes delincan, engrosen las filas de las bandas criminales, que los reclutan aprovechando su miseria, exclusión, descomposición familiar y los amenazan, desde los 10 años de edad. 450.000 menores están fuera del sistema educativo según reconoce el Gobierno nacional. Como dice Nelsa Curbelo, el crimen organiza donde el Estado abandona y “la infancia se nos va entre el humo de las balas…”. El blanco de esa insensible mirada son los niños pobres y del color de piel no oficial, como los cuatro niños de Las Malvinas, objeto de una de las decenas de desapariciones forzadas y cuya detención por los militares el Gobierno negó inicialmente, para luego ser asesinados. Una sociedad que deja morir a sus pequeños no merece llamarse humana.
La ley de “integridad”, más bien de integrismo porque se aferra a una doctrina represiva para curar los males sociales, contempla otras aberraciones como considerar como objetivo militar bajo ciertas circunstancias, a los extranjeros que han delinquido, después de exiliarlos 40 años del país por estar acusados, no sentenciados. Rompe la excepcionalidad de la prisión preventiva y prohíbe dictarla a los uniformados, determinando una aborrecible discriminación.
Esa ley forma parte de la trinidad no santa que ha parido el poder político. La otra es la Ley de Solidaridad Nacional que comentamos en anterior columna y la Ley de Inteligencia, que permite al Estado espiarnos. La Corte Constitucional tiene la palabra. (O)