Los seres humanos somos violentos. Lo hemos sido siempre, aún lo somos y lo seremos en el futuro. Allá en Oriente Medio, acá en América Latina, en todo lugar y en toda época.

Nos enfrentamos los unos a los otros de manera agresiva y a veces de forma brutal y despiadada, como cuando se ataca a enemigos para destruirlos porque se considera que ese es el único camino. La actualidad global nos muestra claramente esta realidad de violencia, siempre justificada como acción excluyente de cualquier otra, tanto por los unos como por los otros. A veces, se argumenta que son razones de supervivencia las que justifican el horror, la lucha y la muerte. Así ha vivido la humanidad, brutalmente, pero también con la inclaudicable aspiración de la puesta en vigencia de formas de vida vinculadas con las utopías que proponen la aceptación del otro y la práctica de comportamientos virtuosos como los colaborativos, solidarios y en general la vigencia de conductas que tienen como esencia al respeto a la persona y a su dignidad.

O. J., el atormentado

En el ámbito de las relaciones individuales también lo somos. Unos más que otros, pero esa característica, la violencia, nos identifica como especie. Algunos pensadores clásicos discreparon sobre si esa condición es innata o aprendida. Quienes sostienen que se la adquiere proponen que es la organización social la que contamina al recién llegado y le transmite toda la parafernalia cultural basada en la lucha y búsqueda del poder. Aquellos que consideran que la violencia es intrínseca a la condición humana, analizan la historia y la civilización desde esa cualidad que, al mismo tiempo que permite alcanzar grandes logros, es una suerte de espada de Damocles, presente en todo lo que hace el ser humano. Siempre hemos tenido miedo de que esa insoslayable característica nos aniquile, pero pese a ese temor consustancial no podemos detenernos y tampoco transmutar para llegar a lo que sabemos deberíamos ser... pacíficos, solidarios y practicantes de formas culturales que nos harían sostenibles.

Obsesión por el poder

El reconocimiento de ese rasgo distintivo de la condición humana se encuentra en la base de las construcciones normativas orientadas a definir las conductas que deben o no practicarse, porque se las considera como buenas para la vida o atentatorias en contra de ella. Los sistemas normativos parten de la posibilidad de la comisión de actos que perjudiquen a los otros, así como de otros que sean benéficos, exhortando a que no se los realice en el primer caso o a que se potencien en el segundo. El derecho, al arrogarse la capacidad de utilizar la fuerza legítima, se encuentra en la cima de los sistemas regulatorios de la conducta, porque puede exigir que sus disposiciones sean acatadas de manera forzosa.

Sin embargo, las formas culturales concebidas para la supervivencia, tanto a nivel individual como grupal, incluido el ordenamiento jurídico, ceden en ocasiones a la violencia, que deja su condición latente para desatarse exultante, llena de irrefutables argumentos que la justifican y redimen. Es la guerra y la agresividad desencadenada -azuzada por tantos- en el oscuro frenesí de la lucha y de la muerte. (O)