Nací un 22 de enero hace una pila de años. Fui la cuarta y la más jodida hija de unos padres cuarentones. Llegué a destiempo con la teja volada y la rebeldía de quien quiere ser primero, pero le tocó ser último.
Un día como hoy, hace 57 años, llegué de la escuela y encontré encima de mi cama un vestido blanco que mamá había cosido con una de las hermosas telas que compró en algún viaje a ese paraíso de telas llamado Guayaquil. No hubo fiesta, no hubo invitados, solo el vestido blanco y un pastel con velas. Sin números ni signos de interrogación sino con diez velas que soplé con una emoción que aún recuerdo.
Nunca me hicieron la famosa fiesta de 15 años. Mamá decidió que yo era “muy guagua” para tener una fiesta rosada, ¡pero cumplía 15! Yo lo sabía, pero según mamá, mi cuerpo y mi mente no habían pasado de los 10.
Desde que los cumpleaños dependen de mí los celebro como prioste de Mama Negra: desde las vísperas. Me gusta celebrar mi vida, la que he vivido y la que espero que me quede. Me gusta que los amigos me abracen y que no falte tequila. Me gusta estar con los míos, soplar una vela, o muchas; cantarme y oír que me cantan; aplaudirme y ver que me aplauden. Sentir y dar todo el cariño que he añejado con los años.
Pero no todo es pastel y tequila y abrazo. Pero no todo es canto y vela y aplauso. También llega el sosiego, también llegan la nostalgia, la distancia y el tiempo a solas.
Pienso en las ilusiones que se quedaron tiradas en algún camino, pienso en los sueños que tuve que romper para no pecar de necia, pienso en el lugar común de que “todo pasado fue mejor”. Y sobre todo pienso con el sueño imposible de volver al pasado. He llegado a la conclusión de que este sueño de vuelta al pasado es un sueño que en cierta medida se cumple, se cumple a través de los recuerdos que me caen a borbotones, se cumple a través de la melancolía con la que me levanto todas las mañanas, se cumple a través de la constante sonrisa que mi nieto y mis hijas me regalan desde las fotos que acumulo. Y entonces me instalo en el pasado como para protegerme, como para abrazarme a solas, como para estar a salvo.
Consciente o inconscientemente me niego a ver hacia adelante, me niego porque si lo hago ya no me topo con palabras halagadoras como ilusión, cambio, justicia, escuela… No, las palabras que ahora se oyen son raras, difíciles de pronunciar en voz alta porque todas suenan a malas palabras: cárcel, bala, plomo, cementerio, corrupción, muerte. Palabras feas que sin excepción nos llevan directamente a otras peores: autoritarismo, indolencia, terror.
Y así andamos, dispuestos a ir a elegir, como dice Martín Caparrós, entre el desastre y el espanto. Pero ese será el voto joven, el que ya no nos llega a los viejos que crecimos con ojos en el alma. Esas son las idolatrías actuales. Yo me volví atea política en vista de que los partidos se volvieron religiones, cultos, sectas cuyos adorados caudillos son incuestionables.
Pero así y todo la vida hay que festejarla con los añicos de dignidad que quedan, con las migajas de ganas, con las risas que se esconden, pero no se han ido del todo. (O)