Me llama la prima Xime Ruiz Merino: –Moquita, me gustó tu tuit. –¿Cuál será?, porque yo solo escribo pendejadas, le digo convencida de que solo puedo escribir lo que siento, lo que me dictan mi miedo, mi despiste o mi locura. –Ese que dice: “Ver noticias es un acto de resistencia, de valentía temblorosa, de impotencia. Ver noticias es la peor forma de empezar el día, es sentir tempranito esa punzada que desgarra, que hiere, que indigna. Veo las inundaciones y pienso, ¿qué más puede hacer el cielo que llorar?”. Le agradezco su llamada y al colgar me invade esa horrible sensación de vivir a tientas, de no saber adónde voy, adónde vamos, adónde va el país.

Escribir desata nudos, les digo a los alumnos favoritos de mi taller de narrativa personal; escribir es un acto de valentía, les digo convencida de que lo es; escribir es ser parte del mundo y verlo con otros ojos, les digo con fe. Pero lo que no les he dicho es cómo se escribe cuando los dedos duelen de angustia. No les he dicho cómo se escribe cuando te duelen los ojos, el pelo, el alma. No les he dicho porque no lo sé, porque siento el cerebro entumecido ante tanta vaina.

No puedo dejar de ver/leer/oír noticias. En el sur del país ha habido un terremoto. Las imágenes de infelicidad de la isla Puná son indignantes. No puedo creer que grandes empresarios camaroneros indolentes saquen su riqueza de ese mísero pueblito construido a la buena de Dios.

Veo a mi querida Guayaquil inundada, convertida en una sucia y triste Venecia de tercera categoría. ¿Qué va a pasar cuando el agua amaine? Cuando la basura, la caca de rata y las aguas servidas de la ciudad se sequen y queden esparcidas en las calzadas. La náusea me impide pensar, pero palabras como leptospirosis, dengue, disentería se me clavan en el cerebro como aguijones venenosos.

-A este país no lo quiere ni Dios, responden a coro el viento, la lluvia y el aire helado que nos perfora los huesos.

Oigo comentar lo del robo de una veintena de autos de la bodega de un concesionario y a una madre declarar: “Sabía que mis hijos andaban en malos pasos”. Lo dice con una tranquilidad extraña, letal, humilde, al confirmar que una de las tres cabezas halladas en una funda negra era la de uno de sus hijos. Ahora la punzada la siento en el ombligo, ahí cerquita de donde empieza la vida. La punzada sube hasta el pecho, hasta el nudo en la garganta, hasta la vista nublada.

Leo lo del deslizamiento de cientos de metros de tierra sobre cinco barrios de la pequeña Alausí y se me corta la respiración. ¡Por Dios, estamos meados por el zorro!, le digo a Santi.

Dicen las autoridades que la gente estaba avisada, que debió salir. ¿Salir adónde? ¿Salir cómo? ¿Salir con qué? No sé si algún día lleguemos a entender que la pobreza ata, oprime, paraliza e impide tomar decisiones. Y no cualquier decisión sino la de cargar con todo y mudarse. ¿Mandarse a cambiar?

¿Qué le hemos hecho al país? Les pregunto a gritos al viento, a la lluvia, al aire helado que nos perfora los huesos mientras esperamos impacientes que la Asamblea Nacional declare (con feriado incluido) el Día del Chocho con Chulpi y pienso ¡Púchicas!

-A este país no lo quiere ni Dios, responden a coro el viento, la lluvia y el aire helado que nos perfora los huesos. (O)