Miguel Uribe Turbay estaba convencido de que un día sería el presidente de Colombia. Lo dicen sus allegados. Quería recuperar a su país de la violencia de la que él mismo fue víctima desde antes de cumplir 5 años.

Diana Turbay, la periodista y madre del aspirante presidencial, fue asesinada el 25 de enero de 1991 por narcotraficantes del cartel de Medellín que la habían secuestrado en agosto de 1990. Y este 11 de agosto, él murió a causa del atentado criminal que sufrió el 7 de junio pasado.

El asesinato de Miguel Uribe representa una amenaza palpable a la democracia, no solo para la sociedad colombiana sino para toda la región. La advertencia de que la violencia armada pueda imponerse como forma de resolución de conflictos políticos pone en alerta a la comunidad internacional y provocó la condena mundial a lo ocurrido en Colombia, acompañado de las condolencias humanas a la familia del aspirante a la Presidencia del país cafetalero.

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El secretario general de la Organización de Estados Americanos, Albert Ramdin, escribió: “Que el mejor homenaje a su memoria sea continuar comprometidos con trabajar por un hemisferio donde la violencia política nunca más tenga cabida”. Presidentes, líderes políticos colombianos y de otros países se pronunciaron tras la muerte de Miguel Uribe.

La condena al atentado es unánime, pero para que esta no caiga al vacío y los violentos no encuentren una respuesta débil, que se olvida con el pasar del tiempo, se debe exigir que la justicia no sea lenta y se frene con dureza cualquier intento de tomarse las naciones con el uso de las armas.

Hoy ha sido Miguel Uribe la víctima. A él se le ha impedido cumplir su aspiración de llegar a la Presidencia con sus proyectos de paz. El hecho nefasto de un crimen como este tiene que despertar a la sociedad colombiana y a los países de Latinoamérica para promover códigos de seguridad, colaboración internacional, mecanismos de protección ante una violencia que rebasa fronteras y no tiene conciencia. (O)