Llevaba diez kilómetros de sendero y, por primera vez en mi vida, iba a claudicar públicamente, a decir que ya no podía más, que me rendía. Lucho, a pesar de ser bien guayaquileño, insistía con un “aquicito no más”. “Que te vas a perder el merenderito, el pícnic con la vista maravillosa del río Noguera Ribagorzana, que corta el cañón”. Y yo no sabía si por golosa de experiencias o de comida o por no molestar a los amigos que habían organizado aquel paseo para mí, seguía ascendiendo o bajando, casi convencida de que tendrían que rescatarme en helicóptero.