Llevaba diez kilómetros de sendero y, por primera vez en mi vida, iba a claudicar públicamente, a decir que ya no podía más, que me rendía. Lucho, a pesar de ser bien guayaquileño, insistía con un “aquicito no más”. “Que te vas a perder el merenderito, el pícnic con la vista maravillosa del río Noguera Ribagorzana, que corta el cañón”. Y yo no sabía si por golosa de experiencias o de comida o por no molestar a los amigos que habían organizado aquel paseo para mí, seguía ascendiendo o bajando, casi convencida de que tendrían que rescatarme en helicóptero.

Cruzábamos de la provincia de Huesca (Aragón) a Lérida (Cataluña) por el desfiladero (Congosto) de Mont-Rebei, siguiendo la ruta de las pasarelas de Montfalcó.

Desfiladero de Mont-Rebei, en los montes Pirineos. Foto: Luis Verdesoto (cortesía).

De vez en cuando nos alcanzaban jóvenes senderistas de cuerpos atléticos. Una mujer como yo, pequeña, pasadita de peso, me lanzaría una mirada entre solidaria y compasiva. “Aún faltan seis kilómetros hasta el merendero”, ignoro si lo dijo en catalán, español, francés o en gestos.

Desfiladero de Mont-Rebei, en los montes Pirineos. Foto: Luis Verdesoto (cortesía).

Subíamos por paredes escarpadas de las que cuelgan, verticalmente, escaleras de madera. Afortunadamente no sufro de acrofobia. El reto era que esos 900 metros de ascenso se convertirían en los mismos 900 de descenso por quebradas irregulares, con una rodilla defectuosa y con miedo a atrasar a mis atléticos acompañantes. Orión era el más intrépido de todos, el perrito de raza border collie que obedientemente sorteaba los espacios entre cada escalón, que podían haberlo conducido al abismo, junto con su amo, Javier, sujeto a su correa y siempre atento.

Así fue mi visita a Aragón: un caminar por montañas y valles glaciales, de 15 a 22 kilómetros diarios, queriendo desertar en la misión y siempre agradecida al final de que Lucho, Javier e incluso Orión me animaran a continuar.

Después de todo estaba en los Pirineos, la cadena montañosa que separa Iberia del resto de Europa, o más bien la une, ya que se formó con la colisión de la placa ibérica con la Europa entre 80 y 24 millones de años atrás.

Desfiladero de Mont-Rebei, en los montes Pirineos. Foto: Luis Verdesoto (cortesía).

Mis amigos me recibieron en Villanúa, un pueblo de aproximadamente 500 habitantes, rodeado de estaciones de esquí, bosques extensos y cuevas de caliza, como la de Las Guixas, donde supuestamente se celebraban, en los siglos XV y XVI, grandes aquelarres.

Por allí pasa el Camino de Santiago, y en medio de abetales y pinares aparecen iglesias romanescas abandonadas, como la ermita del siglo XII de Santa María de Iguacel. Ya después, en el Museo Diocesano de Jaca (capital de la comarca), admiraría las pinturas de sus murales y su escultura de virgen con niño, de policromía perfectamente conservada: una virgen de rojo sentada como trono para su hijo.

De alguna manera logré sobrevivir a cada sendero, con recompensas como pícnics organizados al detalle por Lucho y Javier, o con banquetes en las bordas de la zona. Borda es palabra aragonesa para las construcciones donde antiguamente se resguardaba al ganado o productos agrícolas, y donde hoy se sirven deliciosos chuletones de vaca o migas de pastor, entre otros platos típicos. Mi satisfacción mayor, sin embargo, fue la de tener la suerte y alegría de compartir con mis amigos, con tanto en común (excepto en lo que respecta a la condición física). ¡Disfruté intensamente Aragón, que no tiene parangón! (I)