Esta es la historia de bombas de semillas en días de pandemia o del sueño de Javier Carrión de crear un centro de arte y ecología. Se parece a la fábula de Juan y los frijoles mágicos: J es inicial de Juan y de Javier, por eso podría también ser el cuento de ‘J y las semillas mágicas’.

Empieza el día en que Javier Carrión, máster en Biología, lanzara desde la pequeña colina de su finca, en la parte alta de Santa Cruz, bombas confeccionadas de lodo y semillas. No fue al azar, ni delirio de pandemia. Era un proyecto que tenía en mente desde que, quince años atrás, hubiera leído La revolución de un rastrojo, del autor japonés Masanobu Fukuoka.

Masanobu ideó una forma de cultivo a la que llamó “agricultura natural”, con la que propone diseñar primero condiciones óptimas para el trabajo sin ayudantes suplementarios (máquinas, químicos), y con la mínima intervención sobre el desarrollo de los cultivos (respeto por las estaciones, no podar). Su método entiende los ritmos de la naturaleza para obtener alimento con el menor esfuerzo, es decir, maximiza resultados reduciendo la energía invertida. Es, básicamente, permacultura, y llamó a su filosofía la de “no-hacer” o más exactamente, no forzar las cosas.

En octubre de 2020 Javier elige, de su propio huerto, plantas adaptables a varios ambientes, de crecimiento rápido, resistentes a plagas y no invasivas. Confecciona sus bolas de arcilla de aproximadamente 2,5 cm de diámetro con semillas de kale chino, una variedad de rúcula y nabo silvestre, especies que existen en las islas Galápagos por muchas décadas para consumo de la población local. Otra intención era que, de llegar a crecer, estas plantas estacionales ayudarían a reemplazar a la mora, plaga terriblemente invasiva, que el Parque Nacional ha intentado erradicar durante años.

Luego de año y medio de sus bombas, con la primera garúa de 2022 aparecieron islitas de nabos, kales y rúculas. Foto: Paula Tagle

Mientras tanto, Javier aplicaba otras técnicas, como la de proporcionar cobertura al suelo para preservar el agua. Esto es justamente lo opuesto a lo que ocurre con la agricultura industrial, en gran parte responsable de la aceleración drástica de la desertificación del planeta. En el documental Besa el suelo, presentado por el actor y ambientalista Woody Harrelson, se menciona que el 40 % del agua de lluvia del ciclo natural terrestre proviene de pequeños microclimas creados a través de la transpiración de las plantas. Los monocultivos dejan el suelo arado expuesto, que se erosiona fácilmente, pierde agua, emite mayor dióxido de carbono, aumenta el efecto invernadero. En el 2050 se estima que 40 millones de personas serán refugiadas por la desertificación de los suelos.

Los cultivos deberían crecer entre vegetación nativa y respetando la abundante vida bajo su superficie. Se pueden cubrir de hojarasca, por ejemplo, que es la técnica del “acolchado”. Javier improvisa su acolchado con cartones viejos. “Así preservo el agua y mato el monte, sin sacarme la madre, puedo abarcar extensiones de campo, evito machetear las plantas invasivas. También pongo cartón en la base de los árboles; si se seca el clima, allí se conserva humedad”.

Luego de año y medio de sus bombas, con la primera garúa de 2022 aparecieron islitas de nabos, kales y rúculas. Javier no cabía en sí de la sorpresa al ver culminado su experimento en oasis comestibles: sus semillas mágicas, protegidas de elementos y aves por la arcilla, por fin habían germinado.

Pero no es magia. Es el poder regenerativo de la propia tierra. Parte de la solución al cambio climático, a la desertificación de los suelos, está bajo nuestros pies.