Mayo es un mes de dos conmemoraciones muy movilizadoras a nivel mundial: el Día Internacional del Trabajo (celebrado el 1 de mayo) y el Día de la Madre (segundo domingo de mayo), en al menos una treintena de países.

Sus motivos son históricamente diferentes, pero en la realidad actual están íntimamente ligados: la maternidad es un trabajo para toda la vida y las tareas de cuidado que la atañen están cada vez más visibilizadas como un trabajo no remunerado.

Lo avalan estudios locales y uno global de 2017 de ONU Mujeres, realizado con base en la actividad económica de 23 economías desarrolladas y 23 economías en desarrollo.

“Entre cocinar, limpiar, ir a buscar agua o leña o cuidar de las niñas, los niños y las personas mayores, las mujeres realizan al menos 2,5 veces más trabajo doméstico y de cuidado no remunerado que los hombres. Por tanto, tienen menos tiempo para dedicar al trabajo remunerado o trabajan más horas, combinando trabajos remunerados con otros que no lo son”, señala el informe.

Esas tareas se asumen como “el deber ser” de la madre o la mujer en nombre de un sacrificio romantizado hacia la familia, porque culturalmente ha sido así. Pero es trabajo doméstico y su valor, según el informe de ONU Mujeres, representa entre un 10 y un 39 por ciento del producto interno bruto; puede pesar más en la economía de un país de lo que pesan la industria manufacturera, el sector del comercio o el del transporte.

Los datos no me sorprenden tanto como los comentarios de la gente que tienen que presenciar el momento cuando una madre frente a todo ese panorama se queja. Se queja de jornadas agotadoras con sus hijos, que combina con cocinar, lavar, hacer las compras, bañarlos; se queja porque llega de trabajar y tiene que ocuparse de las tareas de la escuela y de lo que haga falta para el día siguiente. “¿Por qué se quejan si tienen la bendición de ser madres?, ¿para qué tuvieron hijos si van a quejarse?”, es una de las tantas expresiones que he leído o escuchado -casi siempre- de otras mujeres.

Y resulta que sí, que aun habiendo deseado y concebido a nuestros hijos, las madres nos quejamos y hacerlo no debería ser señalado. A toda mujer u hombre que trabaja fuera de casa y ha tenido un mal día se le comprende el estrés y el cansancio. Pero las madres no pueden manifestar que tuvieron conflictos en su crianza, que se sintieron superadas por intentar hacer todo y que no pudieron tener un espacio para ellas.

No se discute el amor a los hijos, pero sentirse agotada es normal y decirlo también debiera serlo.

Como dice la periodista y escritora argentina Betina Suárez en su libro Las madres tenemos derecho: Haber parido no nos inhabilita el derecho a quejarnos… La queja no como deporte o como constante, sino como opción o como derecho adquirido: “…Entonces reclamo mi derecho a decir a viva voz y cada vez que lo sienta, que estoy cansada, que odio hacer la tarea escolar con mis hijas, que hay días en los que levantarme al alba y preparar la vianda me puede resultar tan complejo como escalar una montaña, que no siempre tengo ganas de ir a los partidos de hockey, que añoro los baños de inmersión y que, de vez en cuando, necesito un rato de silencio y que nadie me llame mamá”.