Hace una semana me mudé por novena vez en mi vida. Y no solo corroboré mi teoría de que lo realmente importante cabe en una maleta, sino que descubrí que la capacidad de acumular todo tipo de recuerdos aumenta cuando tenemos hijos. Las madres somos seres extraños: guardamos cosas tan disímiles como un cordón umbilical seco, la pulsera del hospital que certifica que ese bebé es nuestro, la huella de un pie diminuto plasmada en una hoja o en un bloque de arcilla, el primer mechón de pelo, su ropita de nacimiento, el muñeco de apego, el primer dibujo, la primera letra, la foto en solitario o grupal de todas sus salitas del jardín y su primera carta del Día de la Madre.

Si uno se pregunta en el sentido práctico: ¿para qué sirve todo eso?, diría que para juntar cosas inútiles que nunca vamos a utilizar y que solo van a ocupar un espacio (grande por cierto) en una casa.

Así que con esa premisa –confieso– agarré todo y me dispuse a tirarlo. Pero el sentido práctico está distante del emocional, y guardar se convierte de repente en una especie de película hacia el pasado, que cabe en una caja y se va hilando con cada objeto que guardamos en ella.

Guardar te enfrenta con la nostalgia y te recuerda que las madres queremos atesorar todo lo que nos devuelva un pedacito de infancia, aquello que detenga el tiempo maternado, que nos ha sido difícil, pero al mismo tiempo inolvidable.

Empacar es saber que recorrimos mucho, que tenemos una carga enorme y pesada (no les cuento la cantidad de ropa y juguetes que clasificamos), pero que seguimos dispuestas a llevar porque los hijos son eso que da sentido a la vida.

Y, como si todo estuviera concatenado, esta mudanza la viví con mis padres y uno de mis hermanos. Vinieron de Ecuador a visitarnos a Argentina y terminaron cargando cajas e infinidad de bolsas.

Trajeron –además– cosas que había guardado en su casa cuando me vine a vivir a otro país y que ahora estaba necesitando. Y comprendo que de eso se trata el hogar de los padres, el nuestro y el que construimos para nuestros hijos: es el refugio de nuestros objetos valiosos. Allí reposa el peluche favorito de mis 15 años, mis fotos reveladas en papel fotográfico, parte de mi biblioteca colegial y hasta la camisa del colegio firmada por todos mis amigos.

Empacar se convierte entonces en una ventana que nos muestra que las cosas que guardamos son –en realidad– etapas, que cada objeto simbólico significó una sonrisa, una lágrima, una frustración o un grito. Que cada pequeño recuerdo fue parte de este camino que nos hizo madres. Y que sí, las mamás callamos mucho, pero guardamos aún más.