Los cuadrados consecutivos de cemento forman un mosaico gris con las piedras de lavar, como se conoce coloquialmente a las lavanderías. La mayoría de los patios en las viviendas antiguas lo tenían, ahí se lavaba la ropa, comida, vajillas, mascotas, lo que se necesite. Incluso, hasta una breve ducha tomaban los habitantes del Quito de antaño.

Sin embargo, no todas las familias contaban con espacio para una lavandería en sus casas. Varios de los departamentos o vecindades que se formaron, especialmente en el centro de la capital, no contaban con una lavandería, o una tenía que ser compartida por todos los habitantes de un mismo edificio. Es así como se crearon las lavanderías municipales.

Aunque el propio Municipio desconoce la cantidad de lavanderías que ofrecen este servicio gratuito en la ciudad, los habitantes han señalado al menos tres, las mismas que fueron identificadas, todas en el centro de Quito, pero las historias especiales, se concentraron en Ermita.

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La última lavandera de San Roque

A pesar de que fue construida en 1950, Mónica Madera recuerda que en 1981 su madre empezó a trabajar en la Lavandería Municipal Ermita, ubicada en el barrio de San Roque, atrás del mercado, en el centro histórico de Quito. Con ese trabajo mantuvo a seis de los doce hijos que llegó a procrear. La mitad ya tenía mayoría de edad y formaron sus propias familias.

Mónica conserva en su mente que apenas tenía 12 años, no acompañaba a su madre porque tenía que ir a estudiar, aunque cuando creció un poco más ya le llegaron las responsabilidades y acudía junto a su madre, con la diferencia que ella lavaba la ropa de sus hermanos.

QUITO.- Mónica Madera, acude a diario a la lavandería popular Ermita, ubicada en el barrio de San Roque, en el centro de Quito, ella trabaja lavando ropa de otras personas. Foto: Carlos Granja Medranda

Con el pasar de los años su madre envejeció y ella asumió este trabajo que demanda resistencia física, fuerza, técnica y conocimiento. “Es duro, pero es lindo, prácticamente uno tiene que saber que lavar no es solo remojar y ya. Uno tiene que saber lavar. Poner en detergente, que se remoje, enjabonar, fregar y enjuagar bien. Ahora venir, poner el detergente y sacar por las mismas no es trabajo”, dice, mientras frota una pesada cobija.

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Esta es la rutina que realiza de lunes a viernes, desde las 07:00 hasta las 14:00, justamente el horario en el que abren las lavanderías que permanecen custodiadas por un guardia de seguridad. Para Mónica, es la forma de sustento para pagar el arriendo y su alimentación, es soltera, nunca tuvo hijos, pero feliz de su trabajo, especialmente a las 10:00, la hora de su descanso para degustar de una ensalada de frutas.

El 2,42 % de Quito no tiene servicio de agua: hay barrios capitalinos donde el agua llega por horas

La pausa dura unos pocos minutos, asienta el vaso en la lavandería contigua y continúa con sus labores. Los guantes de caucho brillan por la mezcla de agua y detergente, el desgaste es notorio por la fricción que emplea al restregar la prenda sobre los caminos horizontales de la piedra de lavar. Mientras repite el conjunto de pasos en la cobija, otra espera en un balde con detergente. Hasta que se llene el agua del tanque, camina hacia la del frente y retoma el lavado de otra cobija.

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Aunque acepta que no es un trabajo reconocido por su esfuerzo, asegura que lo hace con la tranquilidad de tener un trabajo digno. La docena de prendas de vestir cobra $ 2,50; a parte se cobran los pantalones jean, chompas y sábanas. Además, las cobijas se cobran desde $ 1 hasta $ 5 según el peso. Aunque actualmente vive en Quitumbe, al sur de la ciudad, todos los días viaja a San Roque, porque ahí tiene su clientela, a la que atenderá “hasta que Dios le permita estar ahí”.

Una casa sin lavandería

Laura Miranda acude una vez a la semana a la misma lavandería. A sus 60 años llega con las prendas de vestir de sus dos hijos, de 22 y 26 años y de su esposo. Ya está acostumbrada a la rutina, aunque le queda lejos desde el sector de la Basílica del Voto Nacional, una iglesia católica que se ha convertido en uno de los íconos turísticos de la capital.

En su casa no existe lavandería. Ella recuerda que una mañana, después de realizar las compras en el mercado de San Roque conocido por la variedad y precios económicos, vio que existía un muro con la inscripción de cemento que dice Lavanderías Municipales 1950. Después de averiguar con el guardia lo comentó con su familia y desde hace dos años no deja de lavar la ropa en ese lugar.

QUITO.- Laura Miranda, acude a la lavandería popular Ermita, ubicada en el barrio de San Roque, en el centro de Quito, ella lava la ropa de su familia. Foto: Carlos Granja Medranda

Con un balde plástico, rasguñado por el uso del transporte de agua hacia la ropa, jabón, detergente en polvo, y una funda de cloro forma sus herramientas para lavar las distintas prendas de vestir. Laura no lava con guantes de caucho, está acostumbrada a hacerlo con sus manos a la intemperie, como si se ha armado de una capa protectora con la que no siente el frío del agua de Quito, su vestimenta sí está protegida, por un mandil improvisado por una funda grande.

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Luego de lavar y escurrir, de inmediato camina hacia el patio principal. En esta zona existe una veintena de alambres templados para que la gente cuelgue la ropa y el sol seque la misma. Una vez colgado, vuelve a la lavandería, en busca de otra prenda, no existe espacio para el cansancio, aunque la pausa para un come y bebe con su amiga Mónica sí es obligatoria en la rutina.

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Mientras tanto, otras personas cuidan la ropa colgada en los cordeles, es responsabilidad de cada uno, explica Laura, quien acota que a veces el viento le juega una mala pasada a las prendas pequeñas y misteriosamente se desaparece, por no creer que existan robos en la ropa lavada.

Entre el sonido de las llaves de agua llenando los tanques de cemento, alguna frase, broma o tertulia nace entre las personas y se apodera de las risas en la lavandería que tiene una especie de L, vigilado por una gruta en la que se hace homenaje a una virgen católica.

Un viaje a la lavandería

Aynne Espinoza viajó por más de 20 días con una mochila en la que llevaba un poco de ropa y el dolor de dejar a sus dos hijos, de 7 y 2 años en Venezuela. A su paso por Colombia se dedicó a vender algo de mercancía que había sacado desde su país natal y eso le sirvió para viajar hasta Cali. Desde ahí, a base de trabajo ha completado la travesía con escalas en Pasto, Tulcán, de Ecuador y el terminal terrestre de Carcelén, en el norte de Quito.

Por recomendación de sus compatriotas llegó al albergue San Juan de Dios. En ese lugar se mantiene desde su llegada a la capital. Entre sonrisas recalca que el refugio no cuenta con lavandería, pero los compañeros le acompañaron a la Lavandería Ermita, con agradecimiento estaba lavando y colgando su ropa, lo poco que logró sacar.

QUITO.- Aynne Espinoza, acude a la lavandería popular Ermita, ubicada en el barrio de San Roque, en el centro de Quito, ella lava por primera vez la ropa que logró traer desde Venezuela. Foto: Carlos Granja Medranda

Después de colgar la última prenda, expone sus manos a los rayos del sol, pues las manos están entumidas por el frío del agua. Esto es muy diferente a los 38 grados centígrados a los que están acostumbradas las manos de Aynne.

Pero es lo que hay, y agradecida se sienta en una de las veredas del patio principal y enciende un cigarrillo. Actualmente trabaja por el sector de El tejar, compra mercancía y camina vendiendo. Por ejemplo, ahora vende alcancías pequeñas, las preferidas de los niños cuando las ven.

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Hace una pausa y recuerda que todo lo que empieza a ganar es para enviar a sus dos hijos, quienes se quedaron en custodia de familiares. Recuerda, mientras las lágrimas rodean sus ojos, que con lo último que ganó en Venezuela, festejó el cumpleaños de su hija menor. “Cumplió sus dos añitos, se le compró una ropita, una tortita, se le cantó el cumpleaños”, ese es el capítulo que más atesora en su mente, y el que le mantiene motivada para salir a la calle y trabajar en lo que encuentre. (I)