Pocas expresiones de la creatividad humana son tan efectivas como mecanismo verificador de la democracia como la caricatura política. Es una especie de vara en la que podemos ver reflejado no solo el estado de libertades que tiene la sociedad en la que vivimos, sino nuestra propia tolerancia a las expresiones que están en las antípodas de nuestro pensamiento, de nuestros valores, de nuestras posturas e imposturas ante la vida. No hace falta recordar lo sucedido con el dibujante de este diario durante esa década nefasta en que nos gobernaron los corruptos, pero es indudable que a los megalómanos y autoritarios les resulta inaudito ser caricaturizados, ya que muy en el fondo, esa manifestación creativa es un espejo de lo innegable: que somos simplemente mortales.
El The New York Times, probablemente el diario más referencial de la prensa escrita en Occidente, ha decidido no volver a publicar ninguna caricatura política en su edición internacional y finalizó su relación con dos importantes dibujantes de sus páginas. La decisión fue consecuencia de una viñeta polémica, leída mayoritariamente como “antisemita”, en la que aparecía Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Israel, guiando, como un perro lazarillo con una Estrella de David colgante en el collar, a un Donald Trump ciego y con una kipá en la nuca. El autor fue el portugués António Moreira Antunes.
Hay mucho que decir al respecto, pero lo fundamental es obvio: hemos comenzado a vivir en un mundo donde nadie –y mientras más poder es peor– está dispuesto a aceptar la crítica, peor aún si es desde el humor. La hiper-corrección-política que desde distintos frentes pretende imponerse como discurso único está generando condiciones adversas hacia los espacios de debate y disentimiento. Confieso que sí me generan temor los rasgos intolerantes que comienzan a cernirse en nuestra sociedad. Es por eso que hay algunas consideraciones jurídicas, muy generales, que me gustaría plantear:
El mundo de la caricatura es el de la opinión, y por tanto, la subjetividad. La distinción entre opinión e información/hecho es fundamental para la caricatura. Los hechos, a diferencia de la opinión, son verificables y sujetos a pruebas empíricas. Los hechos existen más allá del acuerdo y el consentimiento; la opinión es subjetiva y difiere de persona a persona. Respetar este espacio de subjetividad y autonomía personal es un fundamento del sistema democrático y del Estado de Derecho.
La caricatura política es un discurso público porque participa de la discusión sobre asuntos públicos, y sobre funcionarios y figuras públicas; coaccionarla implicaría censura en desmedro del debate público. Esto no implica que se suprimiría la protección a otros derechos como a la honra, sino que esa protección debe ser coherente con los principios de la pluralidad democrática. Los funcionarios y figuras públicas, cuando deciden participar de la vida pública, se exponen a un mayor escrutinio por parte de la ciudadanía, lo cual es legítimo y saludable para el buen funcionamiento de la democracia porque fomenta la transparencia. En ese sentido, están obligados a un amplio umbral de tolerancia y a aceptar las opiniones que su actividad pública genere, precisamente porque administran una esfera de la vida que a todos nos incumbe e involucra.
Quizá el debate en el que me propongo participar no tiene que ver tanto con la ponderación entre el derecho a la libertad de expresión y, por ejemplo, el derecho a la honra, sino en hasta qué punto nosotros, como colectividad, estamos dispuestos a defender el mantenimiento de esas libertades que fueron el fruto de siglos de lucha, padecimientos y muertes. Creo que lo peor que a los seres humanos nos puede pasar es perder la libertad de reírnos del poder y de nosotros mismos. Llegar a eso será, a todas luces, una caricatura en sí misma. (O)