La situación social por la que el Ecuador y otras regiones del mundo están atravesando vuelve a comprobar que la realidad es más compleja que las teorías políticas. Pero algo hay que decir en el esfuerzo por comprender la ruta que deben tomar los responsables de conducir las naciones. Gran motivo de alarma han sido las manifestaciones violentas con diversos tipos de armas no precisamente defensivas. En nuestro país no es permitido el uso de armas entre civiles, a menos que se siga un procedimiento para ello. Incluso en una pelea callejera hay personas que buscan detenerla; hay otras que no, es cierto, pero ese escándalo se sanciona.

¿Cómo debemos reaccionar cuando los manifestantes –pacíficos, según ellos– apalean y apedrean a los policías e incluso a cualquier peatón que se encuentre en las inmediaciones de una protesta? La ley señala que esos violentos deben ser reprimidos y encarcelados. Esa es la ley, que permite una norma de convivencia y que impide que impere la ley de la selva, en la que cada cual hace su propia justicia. Esta sanción a los violentos ha sido aprobada por diferentes normativas en la jurisprudencia ecuatoriana. Pero ahora la utilización de armas contundentes es justificable porque las emplean los sectores postergados.

No hay duda de que el Estado y los gobiernos administran mal, y la pobreza, la injusticia y la desigualdad laceran la llamada paz social. Y que ante esto es necesario expresarse, manifestarse, protestar, exigir y, sobre todo, hablar, conseguir que la palabra –mediante la ley– pueda mejorar la situación por la que se reclama. No hemos sopesado cuánto podría lograr una gigantesca y verdadera protesta pacífica organizada. El mundo ha dado lecciones de esto. Pero aquella situación de abandono de algunos sectores no es excusa para amenazar la seguridad, las propiedades y las libertades de otros grupos de ecuatorianos.

En la experiencia reciente de protesta, ¿cómo se podía diferenciar al vándalo correísta del manifestante armado con palo?, ¿cómo distinguir entre el saqueador lumpen y el miembro de una comunidad indígena que tiraba piedras? ¿Cómo asimilar una protesta pacífica con gente armada con palos y piedras? “El control de la violencia constituye el núcleo de la política”, afirma David Runciman en el libro Política (2014), aunque sabemos que muchas formas políticas no son violentas; por ejemplo, discusiones, debates y pactos. Por eso, “en las sociedades en las que la violencia está sometida a un control político se vive mejor que en las que carecen de ese control”.

Las consecuencias de los acontecimientos de octubre aún están por verse, pues el llamado diálogo entre el Gobierno y la cúpula indígena está en vilo. A pesar de la existencia de una visión romántica –o interesada– del izquierdismo, el movimiento indígena no debe ser una excepción de las formas que rigen en el Estado, cuyo orden debe precautelar. Los dirigentes indígenas y los líderes gubernamentales están obligados a conseguir consensos para mejorar las condiciones de vida de los más pobres; la coacción de una parte solo podría empeorar las cosas. Pero no cuadran unos pacíficos con palos y piedras en las manos o en las bocas. (O)