Son tantas las cosas que vamos perdiendo con el paso de los años. Objetos que desaparecen de nuestras vidas porque un día sin más nos resultaron demasiado viejos, pequeños o grandes, o porque simplemente dejaron de sernos útiles o agradables. Nos deshacemos de ropa, zapatos, tazas y mochilas. Sillas, sábanas, muñecas sin brazo y con la cara pintarrajeada. A qué cementerios marinos irán a parar los restos de nuestras relaciones casuales con las cosas.
Son tantos los papeles que pasan por nuestras manos para desaparecer a los pocos segundos o días en las fauces de un basurero: la factura del supermercado (prueba irrefutable de que, otra vez, hemos comprado una botella), el pasaje de autobús, las aterradoras listas de pendientes, los sobres donde nos llegan las cartas oficiales de las autoridades competentes y de cuyo contenido nos libraremos una vez que hayamos sobrevivido al trámite de turno, solo para caer en el siguiente y el siguiente hasta el fin de los tiempos (incluso a la muerte la enterramos bajo una pila de papeles).
Terminarán en la basura los dibujos de nuestros hijos: trenes y soles, casas y árboles. Conservaremos quizá los más bonitos, los que nos hicieron reír o llorar, los custodiaremos hasta nuestra muerte, se los heredaremos a nuestros hijos como testimonio del brillo de sus infancias olvidadas. Los guardarán ellos tal vez hasta su propia muerte… pero más tarde o más temprano terminarán en el fondo oscuro de un basurero, ahogados en el mar, convertidos en ceniza leve, en polvo, en pulpa, en nada.
Pero son muchas también las cosas que parecen aferrarse a nuestras vidas y se niegan a partir, cosas que sobreviven a cada purga, a cada limpieza, a las épocas, el tiempo, las idas y venidas. Sobreviven al perro, los niños, las mudanzas, los olvidos. Objetos que permanecen obstinados sin que uno haga el intento de conservarlos en cajas con cerraduras doradas. Objetos que rondan, que andan rodando por nuestras casas. Objetos extraños que regresan una y otra vez a nuestros bolsillos, que nos sorprenden desde el fondo de un cajón, bajo la alfombra o la cama. Cosas que tienen algo que decirnos, algo que no sabemos, y es por ello que no hemos sido nosotros quienes decidimos conservarlos, sino ellos los que se empecinan en perseguirnos hasta que los escuchemos.
En una de mis visitas a Ecuador subí al Pichincha para ver mi Quito desde arriba, desde el silencio del páramo helado que envuelve la ciudad. Entre los pajonales encontré una cadenilla metálica de la cual pendía un mínimo corazón de lata. Sin pensármelo dos veces la metí en el bolsillo del abrigo (cómo amaba ese abrigo rojo… dónde fue a parar). Me gustó el corazón, me pareció que había pertenecido a una mujer joven que subió al volcán enamorada y que ahora era mi turno. Viajó conmigo hasta Alemania y durante años rondó por mi vida. Me sorprendía asomando en los bolsillos de pantalones, abrigos y carteras. En cajones, mesas y rincones. Y todavía anda por ahí, lo sé. Fui yo quien finalmente decidí encerrarlo en mi joyero, porque con el paso de los años se fue instalando en mí el miedo de perderlo. (O)