Mis tías abuelas, las señoritas Hurtado Flor, vivían en una casona de madera entre las calles Aguirre y Chile. Almorzábamos con ellas los domingos, ocasión que yo aprovechaba para explorar sus secretos, hurgando en los grandes armarios. Me encantaba mecerme en las hamacas de la fresca galería y jugar con las teclas de un desvencijado piano, semioculto en un salón. Algunas tardes iba al cine de la Casa de la Cultura, acompañada de la señora Ángela, con quien recorría las calles centrales a pie. Yo quedaba maravillada con las abarrotadas y llamativas tiendas, apostadas a lo largo del camino, repletas de chucherías ofrecidas por sus dueños a viva voz. Cuando regresábamos a casa, mi papá tomaba la ruta del Malecón, en cuyas veredas se secaba el cacao al sol, inundando con su aroma el centro de la ciudad.

Al pasar los años, me di cuenta de que los guayaquileños estamos marcados por los sentidos. Crecimos con el color de la sandía, el sabor del aguacate, el olor de la naranja, la textura de la balsa, la forma de los cerros, los acordes de la guitarra, el murmullo de la ría, que es asimismo un río. Majestuoso y ancho río, dueño de leyendas, mitos y romances, motor del desarrollo y legado de nuestra historia. Río que, como bien señala José Antonio Gómez Iturralde, nos condujo al mar y abrió el horizonte de nuestro pensamiento: “Es esta comunión de Guayaquil con el río, el soporte de nuestra identidad y formas de ser. Por él ingresaron las ideas y la libertad”. Libertad sellada con el Acta de Independencia del 9 de Octubre de 1820 y que hoy, como hace 200 años, saludamos gozosos/ en armoniosos cánticos, inspirados para siempre por José Joaquín de Olmedo.

Los guayaquileños somos mujeres y hombres de una estirpe única. Liberales y guerreros, inquietos y frontales, creativos y emprendedores, inclusivos y solidarios, bulliciosos e informales, un poco mal hablados y a veces impacientes. Nos rendimos ante el arroz con menestra, el encebollado, el bolón o la guatita. Barcelona es para nosotros lo máximo. ¿Y Emelec? También. Hablamos una jerga que nadie más entiende: saludamos con un habla, loco. Si dudamos sobre lo que nos cuentan, decimos habla serio y si alguien exagera, lo tildamos de lamparoso. Si nos bajoneamos, tomamos unas bielas y quedamos papelitos. Si alguien está chiro, fía a la madrina y listo, brother. Después de harto camello indagamos ¿cómo es la movida? para farrear como se debe. Ese man puede ser cualquiera, pero los panas son nuestros ñaños del alma. Si alguien se porta batracio, uno se cabrea y de una te fuiste. Preguntamos ¿sí muerdes? para asegurar que nos comprendan, y cuando pasamos vergüenza decimos ¡qué foco! Si algo nos contraría, nos vale trozo y si requerimos que nos escuchen, pedimos que nos paren bola. A los afrentosos les pedimos que vayan suave. Y nunca nos asustamos, solo nos paniqueamos. Jamás nos barajamos si algo sale mal, solo lanzamos un ¡cha madre!, nos sacudimos y empezamos de nuevo.

A los guayaquileños nos molesta que nos peloteen. Nos disgusta que nos rayen y peor si lo hace un guacharnaco. Nos creemos el gran cacao ¿y acaso no tenemos algo de razón? (O)