El término “extractivismo” define la explotación del capital natural de una nación asociada con actividades mineras, no es ajeno al quehacer agrícola cuando se la asimila a la absorción continua de nutrientes contenidos en cosechas sucesivas, no restituidos al suelo, destinadas a la exportación liderada por empresas extranjeras no afincadas en el medio, que optan por comprar y despachar lo esquilmado a centros industriales desarrollados, sin antes agregar valor, criticable proceso que avanza en nuestros campos labrantíos, obligando un ordenamiento estatal.

Se exprime lo más noble de la tierra, los elementos indispensables para la alimentación humana, ubicados en una delgada lámina fértil, aunque de gran espesor en algunos perfiles ecuatorianos, pródigos en minerales, materia orgánica y microorganismos, predilectos para sembríos de alta rentabilidad. Este evidenciado hecho lo vienen realizando empresas transnacionales ligadas al multimillonario negocio del chocolate, prevalidas del ostentado bajo costo del dinero, ávidas de comprar el grano de oro y las virtuosas fincas que lo producen, pues por otros lares encuentran dificultades políticas e impositivas, agravadas por la resistencia mundial a consumir cacao proveniente de bosques depredados resultantes del trabajo esclavista infantil; ahora, buscan afanosamente negociar áreas de gran potencial o ya sembradas en el paraíso ecuatoriano, succionarlas al máximo, trasladar el producto a complejas fábricas en el exterior, sin beneficiar a la nación que los generó asignando tiempo y recursos hasta encontrar materiales vegetativos mejorados que perpetúen sus bondades como aroma y sabor.

La inversión extranjera es bienvenida mientras no oculte desplazamiento forzado de agricultores y competencia desleal, sin antecedentes de abuso a débiles sociedades africanas víctimas de traumas sociales, mientras aquí pugnan con emprendedores nacionales en desventaja financiera que esforzadamente captaron mercados gourmet exigentes, en consonancia con la tradicional industria europea asentada hace muchos años en el país, creando empleo, realizando investigación agrícola, honrando cumplidamente sus impuestos, sin amenazas de abandono al mínimo revés, que siguió operando sin temor a la pandemia, en tanto que otras cerraron sus factorías, matrices y agencias, dejaron de comercializar sin importarles la suerte de cacaoteros que mantuvieron sus fincas a la espera de mejores días. Ecuador ha subsistido, indiferente de la reducción de operaciones de esas inclementes corporaciones, precisadas a recurrir a nuestro medio a traficar predios de superiores rendimientos y acarrear con lo más preciado de sus suelos, sin compromiso de reintegro y escaso beneficio nacional.

Este tema debe ser enfrentado con urgencia e identificar mecanismos que frenen la explotación de feraces campos, razón de vida y trabajo de miles de familias en uno de los cultivos más inclusivos y equitativos del Ecuador, esperanza para salir de la pobreza rural, motivo fundamental para respaldar el desarrollo creciente cacaotero impulsado por un empresariado privado de extraordinario dinamismo y eficacia. (O)