Si algo caracteriza a la política ecuatoriana es la volatilidad, en el sentido de que todo puede cambiar en el mismo día. Los ciclos son muy cortos: la vida de los partidos, los liderazgos, “los acuerdos fantasmas” entre el Ejecutivo y la Asamblea, y las mismas leyes que son impulsadas con un fervoroso catecismo para terminar como un baúl de liviandades. Entonces, los héroes de ayer son villanos mañana, los desconocidos llegan a ser presidentes y quienes optaron en elecciones por la primera magistratura varias veces se quedaron con las buenas intenciones y unas cuantas viñetas en sus hojas de vida.

A puertas de las elecciones, la volatilidad y la liviandad se exacerban mientras transcurren los días y aparecen los primeros resultados de las encuestas y los grupos focales.

En este momento, ninguna encuesta es concluyente, definitiva y mucho menos irreversible debido a varios factores. Primero, porque solo captura la coyuntura, así como disparar el flash de una cámara. Los porcentajes preliminares de intención de voto nos ofrecen pistas, pero no integran todos los elementos que determinan la elección. Segundo, en estos meses puede suceder algo inesperado y tal vez irreversible para las aspiraciones legítimas de los candidatos. Tercero, las redes sociales también democratizan la especulación, además los resultados de las encuestas falsas e imprecisas están a la orden del día. Cuarto, cada candidato tiene su encuestadora y, por tanto, también hay disputa entre quienes colocan los primeros, segundos y terceros lugares.

En su momento, el politólogo italiano Giovanni Sartori había dicho que vivimos una democracia de sondeos en diversos aspectos. Indudablemente, para tener el pulso de la opinión pública y, en segundo lugar, como instrumento de gobierno, pues cada vez más y de manera imponente, los mandatarios y primeros ministros consultan los resultados de las encuestas para tomar decisiones.

Eso significa, decía el mismo Sartori, que el ejercicio de la cosa pública estaba condicionado por los efectos de la popularidad, la imagen y la credibilidad. En ese sentido, irse en contra de los resultados de los sondeos y las encuestas es impopular y pone en riesgo la gobernabilidad. Eso explica el poder de los instrumentos de medición, de quienes los diseñan y monopolizan la opinión con sus resultados.

A este fenómeno que viene desde los años noventa, pero que se agudiza en la actualidad, hay que agregar la definición que ensayó el filósofo francés, Bernard Manin: la democracia de audiencias.

Esta idea se refiere a la sustitución que ha sufrido la intermediación tradicional entre los partidos y el pueblo a cambio de la figura del candidato que está en búsqueda permanente de consolidar sus audiencias. Este candidato se convierte en una estrella del rock and roll y cuando llega al poder es un telepresidente. Entre las manifestaciones más comunes de este tipo de democracia se encuentra la personalización de la política, el contacto cara a cara con el elector y la diplomacia del micrófono, sobre todo si las encuestas aconsejan este tipo de actuación. (O)