Todos sabemos que la vida no cambia a la vuelta de una hoja del calendario, que la organización temporal en nombres y números es una necesidad de ordenamiento histórico. Incapaces como somos de doblegar al tiempo, nos llenamos de sueños, forjamos ilusiones, prevemos en lo posible, pero quien sigue mandando a su sabor es el señor don Tiempo, con toda la potencia de su capricho e indocilidad.

La costumbre ordena hacer balances de los hechos vividos o perdidos. Hay que comprar otra agenda, pensar en la declaración de impuestos, volver a matricular y revisar los vehículos. La sensación de circularidad es engañosa porque –según se mire– el movimiento impulsa hacia adelante, lanza una flecha al infinito. Sin embargo, hay medidas más evidentes, las que emite el cuerpo que envejece, por ejemplo, tan claro en sus mensajes de lenta reducción de capacidades. El espejo es elocuente en convencernos de que vamos adquiriendo otro rostro, al punto de, en ciertos casos, llegar a tener uno con el que no nos identificamos.

La vida de los deberes impone fechas fijas. Esos horarios inflexibles –so pena de ser “ecuatorianos” en el malhadado hábito de los atrasos–, esas alarmas en el teléfono celular para los desmemoriados: hay que rendir exámenes, realizar juntas, emprender viajes, todo bajo el rubro de compromisos. Entonces el tiempo parece mensurable y sometido a la voluntad personal. Pero es una fantasmagoría, cualquier manotazo del azar puede romper la vida más planificada. No hay persona que carezca del “imprevisto” que la sacó del orden, que la privó del placer del cumplimiento.

Las trampas más arteras son las de la subjetividad. Esas que nos hacen tropezar con un estado de ánimo adverso, con ese quiebre a la pompa de jabón de la tranquilidad que puede alterarse ante la mirada inquisitiva o la palabra desagradable. Solo un temple recio nos hace avanzar en medio del bosque humano preservando la música interior del escándalo del mundo. Frágiles y expuestos como somos, tenemos que ponernos la máscara para no dar muestra de que el alma se cuartea fácilmente.

No me olvido de las interacciones sociales, de la, en mucho, deseada y a ratos obligada inserción en los grupos (hoy desaconsejados). Débil es la línea que separa la congregación refrescante, que estimula hacia el intercambio, con la que es producto de las convenciones. ¿Acaso muchas de las invitaciones no se sostienen en la palabra “compromiso” con todo su peso de obligatoriedad? ¿Ciertas familias no conminan a sus miembros a una ritualidad de falsa armonía? En el día de Navidad, un templo evangélico de Santander amaneció con cadáveres de ratas en sus puertas y con un letrero que, bajo la dulce imagen de la Virgen María, les decía a los devotos: “Fuera, ratas protestantes, España es católica”. En mis diálogos con creyentes, todos coinciden en que, si Cristo no nace en el corazón de cada cristiano motivando un comportamiento idenfiticatorio, toda prédica, declaración, signo o ceremonia son vanos.

Trampas de la conducta. Trampas de las ideas. Tejidos de complicada urdimbre cuando se pretende desprenderse de las veladuras que alguna vez edulcoraron la vida cotidiana. Insoportables cuando se quiere vivir mirándole la cara a la verdad. (O)