Las elecciones en Ecuador, estas y otras, son percibidas como oportunidades para resolver condiciones sociales críticas e impedir que se agraven, tratando de apagar incendios generados por formas culturales que nos involucran a todos. Sin duda, pese a la responsabilidad colectiva, hay que hacerlo, porque caso contrario el fuego se propaga devastando aún más. Desde esta perspectiva, frente al flagelo, debemos combatirlo y luchar para detener el desastre con miras a la futura reconstrucción de lo que queda.

La analogía con el incendio y la necesidad de apagarlo se desprende del estado de ánimo de gran parte de la sociedad ecuatoriana que tiene expectativas pesimistas de la política y, francamente, miedo si los resultados electorales de la próxima semana dan el triunfo a quienes son los continuadores de una época marcada por la corrupción. Quienes así se expresan forman parte del segmento social de personas con formación profesional y ciudadana que luchan para que sus criterios, validados por la información y el conocimiento, sean los que reciban respaldo en las urnas. Otros grupos con características distintas en cuanto a educación, idiosincrasia y situación social y económica miran la realidad actual de manera diferente. Los primeros sienten que sus razones son valederas. Los otros, no aceptan que las enarbolen como insignias de lucha, quienes para ellos evidencian su acomodamiento a un sistema que les favorece y les permite vivir en un escenario de privilegios, sin real compromiso con su discurso de cambio social.

Apagar incendios es obligación ineludible y entre nosotros permanente. Lamentablemente. También debería ser construir una sociedad que tenga como objetivo –que sí consta en el discurso jurídico y político– a la equidad social partiendo del respeto colectivo al imperio de la ley y a una estricta ética cívica. Sin embargo, ese propósito nacional nos ha superado siempre y por esa razón las proclamas en ese sentido no tienen validez para quienes se sienten al margen de los beneficios de los recursos, en principio, comunes a todos los ecuatorianos. Son grupos importantes de ciudadanos que, por su propia cultura de rechazo a formas de convivencia tradicionales y a sus defensores, son blancos propicios para que demagogos sintonicen con sus frustraciones vitales y sistémicas ofreciéndoles transformaciones que no las han cumplido y, por el contrario, han profundizado la pobreza y la indignidad, ejerciendo el poder para su enriquecimiento personal y convirtiéndose en todo lo contrario de lo que predican. Para nosotros, las pruebas de lo dicho son palmarias y provienen de las formas de vida de esos personajes antes del ejercicio de poder, modestos económicamente, hoy atiborrados de recursos mal habidos y estigmatizados por deshonestos y corruptos.

Las elecciones son vitales, sin duda alguna, pero absolutamente insuficientes si no existen políticas y también conductas coherentes con lo que se ofrece. La esperanza no puede perderse, pero debe estar sustentada en compromisos personales por mejorar nuestra ética ciudadana y, en este proceso electoral, en votar por políticos serios y honrados. (O)