Pocos países en el mundo pueden decir que han tenido 20 constituciones en menos de dos siglos. Ecuador sí. Este dato, lejos de ser una anécdota jurídica, es el reflejo brutal de una nación atrapada en un ciclo constante de inestabilidad política, de promesas incumplidas, de refundaciones eternas que nunca terminan de nacer. Cada nueva Constitución ha querido ser el inicio de una era, pero casi todas terminaron siendo el epílogo de un fracaso.
Desde 1830 hemos visto pasar textos fundacionales con la misma rapidez con la que cambian los gobiernos. Lo que debería ser la base sólida de un país (su carta constitucional) ha sido usada como herramienta de poder, como botín político, como símbolo de ruptura más que de continuidad. La historia ecuatoriana no ha sido la historia de la consolidación institucional, sino de la urgencia, del oportunismo, de la improvisación legislativa.
Dejar atrás el conservadurismo
Cada nueva Constitución ha respondido más a las necesidades de los gobernantes que a las del pueblo. Reformas para reelegirse, para centralizar funciones, para eliminar contrapesos, para acomodar el poder a los intereses del momento. Y aun así, seguimos sin resolver lo esencial: construir un Estado capaz de proteger la vida, garantizar los derechos y sostener la democracia.
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En 2008, Ecuador apostó por algo diferente. La Constitución nacida en Montecristi fue el resultado de un proceso participativo, inédito, que incorporó voces históricamente excluidas. Por primera vez, se reconoció al país como plurinacional y se consagraron los derechos de la naturaleza como sujetos jurídicos. Se integró el concepto del Buen Vivir como horizonte común, se amplió el catálogo de derechos sociales, y se intentó (desde lo jurídico) devolverle dignidad a lo humano.
No fue perfecta, pero fue profundamente transformadora. La de Montecristi es una de las constituciones más avanzadas de América Latina en términos de derechos, justicia social, inclusión y sostenibilidad. Entonces, ¿por qué se la quiere cambiar?
¿Cómo funcionará la constituyente?
Hoy, el presidente Daniel Noboa insiste en que esta Constitución “protege a los delincuentes”. Esa narrativa es peligrosa y profundamente injusta. Porque no es la Constitución la que libera criminales: son los sistemas judiciales corruptos, las instituciones debilitadas, la falta de políticas públicas coherentes, y la ausencia de voluntad política sostenida.
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Acusar a un texto constitucional por la inseguridad del país es como culpar al termómetro por la fiebre. Lo que se necesita es fortalecer el sistema de justicia, no debilitar los derechos.
Cambiar la Constitución hoy no responde a una demanda ciudadana, sino a una estrategia política. El discurso del “cambio urgente” busca legitimar la concentración del poder, reducir los controles y gobernar sin límites. La historia nos lo ha enseñado una y otra vez: cuando se usa el miedo como justificación, los derechos son siempre los primeros en caer.
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Sobre la Asamblea Nacional, reformas y leyes
El problema no está en el texto constitucional, sino en quienes deberían cumplirlo. Han fallado los gobiernos que gobernaron con soberbia, sin escucha, sin sensibilidad, sin visión territorial. Han fallado quienes hoy acusan a la Constitución mientras ejercen el poder de manera vertical, tecnocrática y elitista.
Cambiarla sería repetir el ciclo de ruptura que nos ha condenado a la fragilidad institucional. La verdadera revolución no está en redactar una nueva constitución cada década. Está en cumplir la que ya tenemos. En defender sus principios. En corregir lo que no se aplica. En exigir coherencia desde el poder y participación desde la sociedad.
Nos han hecho creer que los países se rehacen cambiando artículos, cuando en realidad se reconstruyen cambiando prácticas y haciendo memoria. Un país no se transforma por decreto, se transforma cuando el pueblo se niega a olvidar, a rendirse, a entregar lo conquistado. (O)
Gabriela Guerrero Idrovo, comunicadora social, Milagro
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