A pesar de vivir en un país andino, mi primer acercamiento a los camélidos no fue en vivo y en directo, cerca de mi casa. Fue en el libro Manqui y su guanaco, que me compró mi mamá cuando vivíamos en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet. El segundo acercamiento llegó cuando vi Lawrence de Arabia, donde el actor inglés Peter O’Toole disputa palmo a palmo por el rol protagónico de la película con una serie de maravillosos e incansables camellos. Esa era la extensión de mi experiencia camélida en la infancia: mítica, literaria, ideal.

Ya de adulta y sin anticiparlo, llegué a ver aunque solo de lejos, en medio del altiplano argentino por donde pasa el tren de las nubes, a guanacos de carne y hueso, y lana. Un camélido en su hábitat natural era una escena del arte más puro. Orgulloso, apacible, con el viento ondeando su pelaje de un color que se confunde con el polvo de las montañas de esa región del mundo. Las orejas terminadas en punta, girando en su eje de lado a lado, alertas a los sonidos.

Finalmente llegó el día en que vería a una llama cara a cara. Tras un viaje ligeramente desquiciado en familia por el camino del Inca, desde Huancayo en Perú hasta Tiwanaku en Bolivia, nos encontramos con unas decoradas llamas bolivianas. El presidente Evo Morales también estaba ahí, en toda la gloria agitadora contra la inequidad y la injusticia social de su primera presidencia, para inaugurar una feria agrícola. Éramos unos extraños, pero nos sentimos acogidos por la legendaria amabilidad de nuestros países. En ese viaje conmovedor por las raíces de nuestra herencia indígena, mi marido decidió que un día tendría una llama y, luego de estudiar kichwa unos años después, dictaminó que, en efecto, tendría una llama y se llamaría Saywa.

Sin saber con certeza si realmente había una feria de animales en Saquisilí, acudimos una madrugada a la provincia de Cotopaxi en busca de una llama. Llegamos cuando el sol ya no estaba en el filo del horizonte y los vendedores nos aclararon con una sonrisa merecidamente burlesca que para las llamas hay que “saber amanecer”. Afortunadamente el chasco se remplazó con la sorpresa poco después de que un amigo tenía una llama embarazada y estaba dispuesto a darnos al hijo mayor.

Como en todo proyecto que emprendo, me propuse leer todo lo que estaba a mi alcance sobre la crianza de llamas y a contactar a expertos, pero nadie contestó mis correos ni encontré mucha información. Empíricamente, llegué a aprender que una llama puede entrar a la casa a comerse las plantas interiores, no tiene empacho (literalmente) en zamparse todas las moras que tenemos sembradas, posa en las fotos grupales, se lleva quién sabe a dónde las medias que secamos al sol y disfruta de las fogatas y del fútbol.

La ONU ha designado el 2024 como Año Internacional de los Camélidos, en reconocimiento a su relevancia cultural, económica y alimentaria en más de 90 países. Es hora de que mi amiga guayaquileña deje de posponer su viaje a Amaguaña a conocer a Saywa, de cara y platas blancas, y cuerpo color del maíz tostado, para celebrar con él por todo lo alto. ¡Están todos invitados! (O)