Uno de los recientes furores en cuanto a series es Adolescencia. El drama criminal ambientado en el Reino Unido que cuenta la investigación y el proceso judicial en contra de un muchacho de 13 años, por el presunto asesinato de su compañera de clase. Son cuatro episodios de pura adrenalina, no solo porque el director Philip Baratini concibió un intensísimo rodaje sin cortes, sino porque se trata de una historia que describe las normalizadas características de una sociedad contemporánea que está rota y que tiene, en su incapacidad de comunicación, la génesis de su violencia. Aunque, en el fondo, es una serie que podría tener una aspiración universal por su capacidad de recordarnos, como hace siglos lo hicieron los griegos, que toda vida es un proceso para sobrevivir a las tragedias.

La brecha entre generaciones, a partir de Adolescencia, aparece ante nuestros ojos como si fuera un abismo, que solo tiende a crecer. Es una barrera de incomprensión que se desborda: no entendemos el lenguaje de los más jóvenes. Las escenas que se refieren a esto son realmente impactantes, porque nos demuestran que la brecha entre padres e hijos, entre profesores y estudiantes, es decir, entre adultos y adolescentes, se parece al encuentro entre hablantes de lenguas distintas, que habitan culturas lejanas. Y en ese escenario cobra una relevancia mayor la crisis de la masculinidad contemporánea, desafiada a repensar sus antiguas prácticas de relacionamiento en sociedad. La crítica, de hecho, ha reiterado como atributo de la serie su aproximación al concepto de incel: hombres incapaces de relaciones afectivas o sexuales con mujeres pese a aspirarlo.

Es por eso que la reflexión sobre la violencia es esencial. No solo la que arrebata la vida a una niña de 13 años, probablemente a manos de alguien que compartía con ella la escuela, sino la violencia que deviene de la imposibilidad de una comunicación fluida y que se esparce hasta las mismas raíces de un mundo interconectado, donde gran parte de la vida sucede en las redes sociales y a la velocidad de las nuevas tecnologías de la comunicación. El segundo episodio, en el que los investigadores recorren la escuela, puede ser escalofriante en cuanto vislumbra una Torre de Babel o un mar de soledades e insatisfacciones.

La suerte de diálogo entre el adolescente procesado y la psicóloga es, probablemente, el momento más aterrador. No hay conclusiones categóricas, sino más bien dudas esenciales para acercarnos a un personaje siniestro, pero capaz de encarnar la energía de una época. ¿Se trata de un crimen que tiene su origen en una enfermedad mental? ¿En un alma deshumanizada y vengativa? ¿En la frustración de sus aspiraciones sexuales? ¿En la destrucción de las normas sociales? Y lo más importante: ¿cómo se recupera una familia tras una tragedia que destroza a sus miembros? ¿Que incluso arrasa su futuro? Lo increíble es que, luego de las tragedias, también sale el sol y, con el tiempo, los seres humanos aprenden a aceptar, entre la inercia y la entropía, que existe la posibilidad de seguir caminando sobre el mundo, y quizá crecer, pese a todo. (O)