Ha dicho Mario Montalbetti que a las novelas se las toma en serio, demasiado en serio y sin razones de peso. En su libro de ensayos, Cualquier hombre es una isla, argumentó que era una perogrullada sostener que “la idea de que novela y ética van de la mano también se deduce de la suposición de que, por lo general, en una novela pasan cosas, hay historias que se cuentan, los personajes suelen tener algún tipo de espesor psicológico y se ven involucrados en situaciones que demandan ponderar opciones, etc. Es en este sentido que las novelas terminan siendo objetos serios, objetos que (muchas veces, a pesar de ellas mismas) dicen cosas importantes sobre nosotros mismos y nuestra relación con el mundo”. Añade Montalbetti: “La percepción común es que la poesía no es algo serio: en todo caso, no lo es en el sentido en el que la novela es seria”.

Esta contraposición entre novela y poema es estimulante, no por una especie de competencia, sino por una noción del lenguaje artístico, de la que se encarga la reflexión de Montalbetti cuando profundiza más allá de la simple comunicación referencial, y que en el arte logra su cima con la poesía. A fin de cuentas los poemas son objetos extraños cuando esperamos de ellos información. Por supuesto, no se trata de dividir a rajatabla a las novelas y los poemas, no está en el espíritu de un lingüista como Montalbetti, que para más indicaciones tuvo como director de tesis a Noam Chomsky en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. No va por allí. Va por el lado de los grados de profundidad a los que no llegan las novelas aparentemente serias y que tampoco alcanzan los poemas melodramáticos o banalmente líricos que también pretenden seriedad. Quizá la clave está en la manera en que se toma cada género literario: la seriedad asoma si aparentan comunicar algo. Gilles Deleuze decía que la obra de arte no es un instrumento de comunicación.

A un poema de gran nivel hay que tomarlo literalmente aunque no se lo entienda, palabra a palabra, verso a verso, en su materia verbal. Así un poema de Paul Celan, César Vallejo, Alejandra Pizarnik, Olvido García Valdés o del mismo Montalbetti. En el caso de una novela, tomarla literalmente puede ser un problema, porque parece que se la entiende demasiado. Tanto así que no despierta la más mínima sospecha de que, a lo mejor, quiso decir otra cosa. Vayamos por las más asequibles: que el Quijote es una crítica de las novelas de caballerías es tomarse a la novela en serio, al pie de la letra. Se lo dice en la misma novela. Pero ¿es realmente eso? Vamos más cerca: ¿Cien años de soledad es la saga épica de una familia que retrata América Latina? ¿Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, es una novela sobre el viejo oeste americano, con vaqueros que capturan a indios para matarlos y se llevan como evidencia sus cabelleras?

Por supuesto, el lenguaje recurre a un mínimo de indicaciones que establecen una imagen mental, pero, al igual que la poesía, la novela puede dar ese salto a niveles de ambigüedad. Esto se percibe de manera extrema en novelas que acentúan su oscuridad, pero que son fácilmente compartibles, exageraciones que afilan la regla: ¿de qué hablan las novelas de Beckett, de Woolf, de Clarice Lispector, Duras o Herta Müller?

Cuando de una novela mayor y exigente se señala claramente lo que cuenta, es probable que perderemos el enigma de su composición, que parecerá secundario o invisible. Quizá habría que leer las novelas con la mirada exigente y entregada con la que se leen los poemas. Hay novelas arduas que en sí mismas parecen poemas –La muerte de Virgilio, Las olas, La pasión según G. H.– pero no se trata de ir por ahí. Incluso de aquellas que parecen diáfanas, escritas con un lenguaje extremadamente fluido, habría que aprender a mirarlas de otra manera. Ahora que se cumplen los veinte años de la publicación de 2666 de Roberto Bolaño, fluida como pocas a pesar de su extensión de más de mil páginas y del vértigo acumulativo y digresivo de sus historias, me pregunto si este no sería un caso emblemático de una novela que toca tema serios, con historia seria (y hasta trágica) sobre su publicación póstuma y que se ha leído demasiado en serio. Por supuesto, los lectores pueden hacer lo que quieren cuando los libros salen de las manos de los autores. Pero esto también valdría para la nata montada o una botella de vino. En serio han sido tomados Kafka, Thomas Bernhard o Flaubert, porque sus temas son graves, pero en quienes no nos hemos detenido a pensar que a lo mejor ellos mismos no se tomaban tan en serio, y daban la apariencia de hacerlo como una ecuación de defensa personal o de enmascaramiento para un mundo solemne que no comprendería nunca el alcance desestabilizador de la ficción y del lenguaje artístico como verdadero terreno de combate. Tampoco se trata de ir por la vida haciendo bromas como un payaso para defender el humor. En Bouvard y Pecuchet, la última novela de Flaubert, se toma en serio la locura de la estupidez humana de sus dos personajes que quieren acumular el saber de su tiempo y terminan por darse cuenta de que con esos libros no alcanzan a tender un puente con la realidad del campo en el que viven.

El humor puede ser otra cosa, como darse cuenta de lo absurdo que es pretender cambiar el mundo a través del arte. Mucho sería cambiarse a uno mismo, tomarse menos en serio, dudar. Sobre todo, dudar. El humor surge de una profunda duda. O mejor dicho: se duda porque al fin alguien se siente precario, parcial, pasajero, y no se omite este sentimiento sino que se lo transforma. Chejov decía que desconfiaba de los escritores a los que no les salía una cana por las dudas. Y por las dudas, lo dejo aquí nomás. (O)