Objetos tan bellos que uno se detiene a contemplarlos con una mezcla de ternura y aprensión. Frágiles, translúcidos, juega la luz en su superficie vulnerable. Bastaría un temblor, una guerra, un animal, un descuido: saltarían en trizas que se derramarían cual otoño sobre el suelo: flores, manos, cabezas de ángeles y sátiros, monos bailarines y hermosas damas con sombrero descuartizadas en infinitos fragmentos, su rubor despostillado revelando el blanco puro y simple de su alma de porcelana, esa materia por la cual los ojos y la piel se deslizan como si fuese firme la seda.
Es larga la historia de la fascinación humana por la porcelana. La aristocracia europea perdió la cabeza por esa maravilla que, como tantas, provenía de Oriente. Fue Augusto el Fuerte (elector de Sajonia desde 1694) quien se empeñó en reproducir esa fórmula mágica en Europa. Para ello retuvo como prisionero en Dresde al alquimista Johann Friedrich Boettger (1682-1719) y puso a su disposición todo lo necesario para desarrollar la fórmula de la composición de la porcelana dura. Pero fue con la ayuda del matemático Ehrenfried Walther von Tschirnhaus que en 1707 por fin dieron con la mezcla ideal de caolín, feldespato y cuarzo. Así es como en 1710 se funda en Meissen la primera manufactura de porcelana europea bajo el patrocinio de Augusto el Fuerte.
Hoy la porcelana de Meissen se reconoce en todo el mundo por su logotipo de las dos espadas cruzadas azules y su diseño icónico de la cebolla azul. En esta preciosa ciudad a orillas del río Elba se han creado piezas para regalar a zares, presidentes y amantes, para hogares y palacios. Sus motivos florales, escenas mitológicas y orientales son de una calidad y delicadeza únicas, gracias a la fórmula secreta y exclusiva de su pasta. La Manufactura de Porcelana de Meissen ha sobrevivido a la historia, y es justamente esta aventura la que cuenta su museo, una travesía por las modas y los sueños de aristócratas y artistas durante más de tres siglos. Hasta hoy, cada pieza es modelada y pintada a mano, a veces bellas en su sencillez, otras casi infantiles en su pomposidad. Pero, refinadas o desbordadas, su creación requirió el talento y la paciencia infinitas de miles de artesanos a lo largo de los tiempos. No es de extrañarse que una figura de Meissen cueste doce mil euros, y un “simple” plato, dos mil. Las obras históricas del museo son, por supuesto, invaluables.
Cuentan algunas cosmogonías que los dioses formaron a los humanos de barro. Las manos del alfarero esculpiendo la masa húmeda en el torno evocan un ritual primigenio, la fuerza creadora confabulándose con la materia y el movimiento natural. En un mundo postindustrial donde tanta gente pasa su vida en universos abstractos de símbolos o ríos caóticos de palabras sin sustento, sin que sus manos se conecten con los elementos, qué conmovedor resulta el trabajo silencioso del artesano y qué valiosa la obra de su labor. Ante el espectáculo de esta frágil belleza, evoco el poema de Medardo Ángel Silva: “Va ligera, va pálida, va fina, cual si una alada esencia poseyere. Dios mío, esta adorable danzarina, se va a morir, va a morir… se muere”. (O)