Años atrás, un periodista que luego se volvió político y llegó a ser ministro de Estado aparecía en su programa de televisión mostrando en las manos una cédula de ciudadanía ecuatoriana con su foto, pero con el nombre de James Bond, el agente británico al servicio de su majestad.

Orgulloso, la enseñaba como prueba irrefutable de lo que estaba pasando en el Registro Civil de hace un par de décadas cuando, a cambio de dinero, un ejército de tramitadores hacía lo que se le pidiese, en medio del caos en que se manoseaba la identidad. Pero el comunicador había motivado la falsificación de un documento para demostrar esa situación. Había cometido un delito para demostrar otro.

Lo recordé en estos días en que escuché por la radio una cuña institucional de rechazo a la violencia de género, en la que un hombre le dice a otro que le pase “las fotos de la mancita”, y luego otra voz advierte que distribuir fotos sin la autorización de su dueño es un delito.

“Mancita”. Derivación coloquial de la palabra man, que en inglés significa hombre, pero que la jerga popular local utiliza indistintamente al referirse a hombre o mujer con solo cambiarle el artículo que la precede. De hecho es célebre, en lo más profundo de lo popular, la frase “la man del men”, para identificar a la pareja de algún miembro de la comunidad, que ejerce una especie de propiedad sobre ella.

Otra, en video, de la campaña gubernamental “De la indignación a la acción”: la recreación en video de una mujer adulta y violenta que, a gritos, reprende a una niña diciéndole que “deje de ser machona” por saltar sobre unos muebles, y la infante, mirando a la cámara (la ley prohíbe el uso de la imagen de menores en política), pide que se le ayude y se denuncien casos como ese. “Machona”. Cruel término del argot popular que se usa para denigrar a una fémina que “actúa como macho” porque, como en el spot, salta sobre los muebles.

Ambos casos apuntan a las emociones más básicas con la recreación literal de la realidad. Pero el arte de comunicar temas tan álgidos y delicados como el derecho de las mujeres a ser respetadas, en una infinidad de escenarios y momentos, nos convoca a intensificar la creatividad para no causar daños ni revictimizaciones al ver y escuchar situaciones ficticias muy similares a las que le tocó sufrir de verdad.

La claridad es, sin duda, uno de los elementos fundamentales de la comunicación, en sus diferentes facetas, entre ellas la propaganda, que es el género usado en esa campaña gubernamental. Pero no se puede, a nombre de esa claridad, realizar mensajes explícitos y crudos de una situación con altas dosis de intimidad y riesgo de vulneración de derechos. Vale quemar un par de neuronas más para lograr igual o hasta mayor impacto en un mensaje que toque las fibras sensibles del tema violencia contra la mujer. Pero si se insiste en ese estilo directísimo, explícito y de alta crudeza, para lo que se quiere comunicar, roguemos entonces que no haya campañas contra las violaciones sexuales, el abuso a menores o de rechazo a las masacres ocurridas en las cárceles, porque quizás la sangre salpicaría de las pantallas y los parlantes. (O)