Mientras los discursos oficiales insisten en la lucha contra la corrupción y la transparencia en la gestión pública, en la práctica se observa una preocupante distorsión del control estatal. La Contraloría General del Estado (CGE), que debería ser un organismo técnico, equilibrado y garante del correcto uso de los recursos públicos, ha caído en una peligrosa tendencia: perseguir errores formales cometidos por servidores públicos saturados de responsabilidades, mientras los grandes procesos estructurales parecen escapar a su escrutinio. No es una percepción aislada. En distintas instituciones del Estado, técnicos y responsables de proyectos son observados, e incluso sancionados, por fallas administrativas menores, muchas veces originadas en la falta de personal, de tiempo o de herramientas adecuadas. Multas por la demora de un oficio, observaciones por una omisión en una hoja de trámite, cuestionamientos por decisiones tomadas bajo presión operativa, que, de no darse, corren con el riesgo de que su jefe los despida. Todo ello se convierte en “hallazgos” que alimentan informes lapidarios, sin considerar el contexto.
Mientras tanto, los grandes procesos contractuales, las decisiones políticas de alto impacto o las omisiones que afectan estructuralmente a sectores estratégicos suelen recibir un tratamiento mucho más tenue. El resultado es una fiscalización desigual, que golpea con fuerza a los niveles medios y bajos de la administración, pero rara vez toca los niveles de decisión más altos. Esta forma de actuar no solo es injusta, sino que mina la moral del servicio público. Los funcionarios que se esfuerzan por cumplir, que trabajan más allá de sus horarios y en condiciones precarias, ven con temor el paso de los auditores. El miedo a ser observados por detalles administrativos paraliza la acción, fomenta la inacción y desalienta la toma de decisiones. No hay peor enemigo para el interés público que una burocracia inmóvil por temor a ser sancionada.
Corrupción: ¿mal funcionamiento cerebral?
Frente a esto, es imprescindible un cambio de enfoque. La Contraloría debe recuperar su carácter técnico, alejarse del castigo automático y acercarse a una visión de acompañamiento institucional. Para ello, propongo tres medidas concretas, siendo la primera el asignar auditores con experiencia comprobada en el área que van a fiscalizar. La segunda es aplicar el principio de proporcionalidad en las observaciones, pues no es lo mismo una omisión involuntaria por exceso de carga laboral que una decisión dolosa con perjuicio comprobado. En todo caso, las sanciones deben ser justas y contextualizadas. Y, por último, incorporar una fase de revisión técnica previa a la emisión de informes definitivos. Esta instancia permitiría aclarar dudas, corregir errores menores y evitar daños innecesarios a la carrera pública.
El Ecuador se gobierna de raíz
La transparencia no puede convertirse en un dogma sin criterio. Necesitamos una Contraloría que fortalezca a las instituciones, no que las debilite. El contralor general tiene hoy la posibilidad de revisar el rumbo de la institución que dirige. No para debilitar el control, sino para devolverle legitimidad, justicia y sentido. (O)