De la misma manera que el narcotráfico se ha infiltrado en distintos estamentos sociales y del poder, lo hace en la literatura. Por supuesto, de un modo no fraudulento. Colombia y México cuentan con una literatura tan amplia vinculada al tema, que hasta se corre el riesgo de creer, en un error de bulto en el que habitualmente se cae con la novela y sus países, que la parte representa el todo. Es solo un segmento y un tipo de novela preocupada por la realidad inmediata. En Ecuador se acaba de lanzar la de Juan Carlos Calderón, titulada Noticias del nuevo reino, publicada por Dinediciones, y que entra de lleno en esta problemática de la mano de uno de los periodistas de investigación más solventes del periodismo ecuatoriano. Junto con Christian Zurita, fue coautor de un polémico libro, El gran hermano, sobre el entramado de poder y corrupción del hermano del expresidente Rafael Correa, quien desató una campaña contra los dos periodistas, con un juicio dirigido por el mismo expresidente que reclamó millones de dólares de indemnización, y que quedó en ridículo cuando escritores del mundo entero reaccionaron hacia esa persecución desmedida a la prensa. Es decir, Calderón tiene amplios antecedentes en el periodismo vivo de los problemas sociales actuales. ¿Por qué ahora una novela?

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Esta es la pregunta que debería plantearse quien lea Noticias del nuevo reino, para deslindar lo que ofrece una novela frente a una gran crónica. Esta es la pregunta que el mismo Calderón debió plantearse durante mucho tiempo luego de los varios libros que tiene escritos, y de quien sería interesante conocer también su reflexión al respecto sobre el paso de un género a otro. Paso que no se da como un cambio radical: la novela de Calderón está profundamente documentada y es probable que quien la lea considere que se trata de un documento sobre la realidad. Pero es una novela. Lo que no me sorprende porque entre los periodistas que he conocido si hay uno al que le apasiona la novela, de toda índole, y de las más arriesgadas y voluminosas, es precisamente Calderón. Con entusiasmo me hablaba de la última de la premio nobel Olga Tokarczuk, Los libros de Jacob, un volumen de más de mil páginas de extensión.

Otras novelas ecuatorianas también han tratado el tema del narcotráfico, como La chica, de Mariasol Pons, del 2013, recientemente reeditada por Planeta, donde se profundiza en los nexos entre el narcotráfico colombiano y ecuatoriano, y sobre todo la trilogía de Esteban Michelena, que empezó con Atacames Tonic, del 2002, continuó con No more tears, de 2018, y se cierra con El pasado no perdona, de 2022. Esta trilogía traza un amplio panorama sobre el narcotráfico en una de sus regiones conflictivas: Esmeraldas. Probablemente hay más novelas que hayan abordado o rozado el tema. De las que recuerdo, aunque no soy un especialista, está la del colombiano Darío Jaramillo Agudelo, Cartas cruzadas. Quizá la recuerdo porque el acercamiento al tema del narcotráfico es muy gradual y se lo trata por los bordes, por el más problemático de los bordes invisibles, el tráfico menor. La novela es bastante inaudita, para empezar porque retoma el género epistolar. Se desarrolla entre dos amigos de Medellín, Luis y Esteban, en la que tiene un papel importante Raquel, y la relación que tiene con Luis. Mientras Esteban llega a tener un estilo de vida cómodo, no ocurre lo mismo con Luis, que termina vinculado con las drogas para obtener dinero. Lo interesante es que lo que empieza siendo una fulgurante correspondencia entre dos individuos lúcidos termina por poner de manifiesto cómo se degrada una visión del mundo. Publicada originalmente en 1995, Cartas cruzadas es una novela extensa, escrita con un registro fresco y coloquial, que la coloca junto a otras grandes novelas de la narrativa latinoamericana de la década del noventa. Por época, la asocio con la del argentino Mempo Giardinelli, Santo oficio de la memoria, de 1991; la del mexicano Héctor Aguilar Camín, La guerra de galio, de 1990, un retrato vivo del corrupto mundo de la política y la prensa en México. A estas tres novelas sumaría, años después, en 1998, Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, de la que se han celebrado estos meses sus veinticinco años de publicación, y que hacen una perfecta cuadratura del círculo de los noventa en América Latina. Cada una desde ejes que dialogan entre sí. El protagonista de Santo oficio de la memoria vivió en México como el protagonista de Los detectives salvajes, y todos migran, todos se mueven entre distintos espacios sociales y geográficos de una América Latina ciertamente problemática, inquieta y revuelta, entre la miseria y el esplendor.

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Por supuesto, inquieta ver que en las novelas ecuatorianas haya entrado el tema del narcotráfico. El talento de sus novelistas consistirá en dar perspectivas y respiro frente al bombardeo diario de las noticias. E incluso para quienes rechazan seguir las noticias porque el agobio del terror resta energía vital en lo cotidiano, la paciencia de la novela llegará después, para hacer un balance, para revelar lo que la prisa y la velocidad de los acontecimientos no permiten percibir, pero sobre todo para que se decante cómo se abren en una sociedad las distintas aristas que van más allá de los actores protagónicos de la corrupción, la violencia y el consumo. Lo que no se puede decir, lo que no tiene una prueba evidente, lo que no se puede verificar, es el campo en el que se arriesga la novela, que apuesta siempre por esa percepción del individuo sometido a fuerzas que no comprende y frente a las que puede percibir una luz de salida, una esperanza, o al menos la constatación secreta de que a pesar de las adversidades, hay que mantenerse indemne frente a la ola que arrastra todas las perversiones humanas. (O)