La democracia sin República puede convertirse en el mejor sistema para elegir a los peores; puede transformarse en pretexto para legitimar tiranías, en método para inaugurar el autoritarismo y en recurso para implantar peligrosas “dinastías tropicales”, al estilo de Nicaragua, Cuba o Venezuela. El populismo y la propaganda pervierten el voto, suplantan la racionalidad política y encuentran razones para derogar el Estado de derecho.

Frente a las experiencias que deja el populismo en América Latina, a las desastrosas secuelas del socialismo del siglo XXI y al parlamentarismo sin freno ni reglas, cabe preguntarse si es legítima la democracia reducida a un sistema para elegir entre demagogos y “famosos”; si es legítima cuando el voto y los pactos coyunturales se sustentan no en la esperanza y en la ilusión de cambio, sino en la explotación del odio, el cálculo, el “ventajismo” y la negación de la tolerancia. ¿Debe la democracia ser algo más que un sistema electoral, debe expresar valores, o debe traducir únicamente los cálculos de partidos y caudillos, y los fondos obscuros que toda sociedad tiene? ¿Debemos los demócratas cerrar los ojos ante las perversiones del sistema?

Dictaduras a la carta

No se trata de abdicar de la democracia. Se trata de “agregar más República” al sistema electoral y al régimen parlamentario. Se trata de reivindicar la tolerancia, la transparencia, la alternabilidad como elementos éticos y necesarios de la política. Se trata de elevar las condiciones morales e intelectuales de gobernantes y legisladores. Al régimen de predominio absoluto de las mayorías se deben sumar el imperio de la ley, los métodos eficientes de chequeos y controles, la división efectiva de las funciones del Estado, y se debe imponer un límite insuperable a la acción de los gobernantes y asambleístas. El juego del toma y daca en las asambleas no puede transformarse en un falso dogma ni servir de sustento al autoritarismo.

Sergio Ramírez Mercado, escritor ecuatoriano

Vivimos un electoralismo sin República, un parlamentarismo sin representación efectiva, un discurso sin responsabilidad...

Por tanto, hay que reivindicar el concepto y la vigencia de la República. Debemos asumir que la democracia liberal es inseparable del Estado de derecho; que la democracia necesita cauces institucionales, y que los gobernantes deben ajustar el ejercicio de su voluntad a la legalidad, a la racionalidad política y económica, a la prudencia, a la ética de la tolerancia y a la comprensión del poder como herramienta al servicio de todos –incluso de los adversarios–. La democracia es un método para llegar al poder. La República es el sistema para someterlo, para fraccionarlo y evitar que se transforme en dictadura, o en monarquía tropical, como prueban las experiencias de Venezuela y Nicaragua.

Vivimos un electoralismo sin República, un parlamentarismo sin representación efectiva, un discurso sin responsabilidad, un afán de poder sin límites, un desmentido sistemático a la proclama del gobierno del pueblo. Las instituciones se derrumban, los valores se distorsionan y niegan. La desconfianza crece, el temor se expande. Y el Estado… ¿a quién y para qué sirve el Estado? ¿Tenemos República?

Preguntas inevitables, incómodas, necesarias. (O)