La noticia de la desaparición de cuatro menores de edad es una tragedia que golpea profundamente los sentimientos de los ecuatorianos, especialmente de sus familiares. Cada día que pasa sin que este episodio se aclare, cada hora que corre sin que estos menores regresen a sus casas o al menos sin que se conozca de su paradero, agudiza más el dolor de sus padres. Nada puede apaliar el dolor, sufrimiento y angustia de sus padres. Este es un trágico episodio en una sociedad que se ha tornado violenta y donde las instituciones han perdido credibilidad.

Pocos pueden dudar que las fuerza pública está haciendo frente a bandas de criminales, terroristas y mafiosas. Es un combate necesario para la sobrevivencia del país. Pero en ese combate no podemos terminar siendo iguales a quienes debemos derrotar. Hacerlo significaría darles un triunfo a las fuerzas criminales. Hacer nuestras sus reglas solo nos lleva a la autodestrucción. Numerosas sociedades han caído en ese error. Y las consecuencias han sido más graves que el mal que se buscaba eliminar. La ley de la selva no trae seguridad ni paz. La fuerza pública debe prestar toda su colaboración con la Fiscalía para reconstruir los hechos y encontrar a estos menores. El prestigio de todos sus oficiales está en juego y la autoridad del propio Estado pende de la seriedad con que se maneje esta investigación. El más mínimo atisbo de encubrimiento, cualquier indicio de espíritu de cuerpo o cualquier rayo de impunidad tendrá serias consecuencias; no solo para las autoridades estatales de hoy, sino para el futuro del país. Al crimen no se lo combate ejecutando crímenes, ni al terrorismo se lo vence con terrorismo, ni al delito se lo elimina cometiendo delitos. Es un espejismo creerlo. Lo único que se logra es llevarnos al reino de la violencia.

Al dolor que esta desaparición produce se suma otro crimen: el uso de este episodio con fines electorales. Que los líderes políticos exijan una investigación seria y responsable –incluyendo aquellos que durante más de una década violaron los derechos humanos de forma sistemática y alentaron la delincuencia– es una posición completamente legítima en democracia. Lo que repugna es que esta tragedia sea manoseada como una oportunidad para alcanzar notoriedad electoral. Las narrativas de lado y lado, de quienes acusan a unos y los que defienden a otros, solo servirán para que los hechos se hundan en un mar de demagogia y donde lo último que importa es la verdad de lo ocurrido.

La protección de la vida es el más alto deber del Estado. En la tradición contractualista que inspiró la modernidad, esa fue la razón de ser del Estado. El Estado es el resultado de un pacto que permitió a las sociedades abandonar su vida salvaje por una vida regida por la ley. La desaparición de los niños nos recuerda que probablemente el Ecuador no ha logrado ese tránsito; que aún nos dominan fuerzas que nos impiden progresar moralmente. ¿Fue un abuso de la autoridad? ¿Fueron grupos delictivos que han penetrado la fuerza pública, confirmando entonces la teoría del narco-Estado? ¿Están vivos? Las próximas semanas serán decisivas. Hasta mientras el Ecuador debe acompañar a sus familias en el inmenso dolor que están atravesando, familias para quienes esta noche no tendrá nada de nochebuena. (O)