En el Ecuador, la población penal penitenciaria es de, al menos, 31.321 detenidos, según el censo que se realizó en 2022, de los cuales un 16 % no tiene sentencia. Hay 53 cárceles en el país con capacidad para albergar a 30.000 personas. La mayor cantidad se encuentra en la Penitenciaría del Litoral.

La última masacre producida en la cárcel de Guayaquil, el 22 de julio pasado, dejó 31 muertos descuartizados y quemados y 14 heridos, producto de los enfrentamientos entre las bandas organizadas que luchan por el control de rutas para el tráfico de drogas, sobre todo en las zonas portuarias. Y, al mismo tiempo, hubo amotinamientos y huelga de hambre en reclusorios de 5 provincias. Paralelamente, detonaron explosivos en algunos lugares en Guayaquil, con el objeto de sembrar el terror en la comunidad. Cuando las fuerzas del orden pudieron ingresar al recinto carcelario, casi tres días más tarde, encontraron fusiles, lanzagranadas, armas cortas, municiones, radios de comunicación y celulares, todo un arsenal.

Hay muchas razones por las que aumenta la criminalidad: niveles de pobreza y pobreza extrema, desempleo, falta de educación y capacitación de las grandes masas, drogadicción, alcoholismo, ausencia paterna y materna en los hogares, violencia intrafamiliar, entre otros factores. Por otro lado, no existe un sistema penal penitenciario. Las autoridades se conforman con hacinar a los delincuentes al lado de los que no lo son y se olvidan de ellos. El ambiente que se respira en esos centros es realmente infrahumano. Prueba de ello las muertes que se dan sin compasión alguna. Muchos no tienen posibilidad de rehabilitarse. No existe planificación para tener un medio sano y equilibrado en estos lugares, donde los detenidos debieran de trabajar para ganarse el pan, atender a su familia y pagar al Estado por sus delitos, dependiendo de la naturaleza de estos.

Lo peor y más vergonzoso de todo es que unos cuantos delincuentes se dan el lujo de someter al resto del país. Esto es inconcebible, los presos poniendo en jaque al Gobierno, que se conforma con decir, recién al tercer día, que recuperó el control del establecimiento penitenciario.

Las soluciones no son difíciles. Pero estas no las vamos a encontrar diciéndoles a los detenidos que vamos a dialogar...

No es difícil averiguar las causas. ¿En manos de quiénes se encuentran los centros carcelarios? ¿Quiénes son los que deben impedir el ingreso de drogas, armas, municiones, equipos de comunicación, etc.? ¿No son acaso los dependientes de los organismos gubernamentales? Solo hay una respuesta: la corrupción enquistada hasta en las paredes de los edificios.

Por otro lado, mientras más grandes son estos establecimientos, más difícil se vuelve su control. Nunca entenderemos por qué hacen estos megacentros, cuando lo ideal sería cárceles circulares para albergar hasta 500 detenidos. Y ¿por qué no cortan las señales de comunicación a un cierto radio a la redonda? De ese modo evitaríamos la contaminación de afuera hacia dentro y viceversa.

Las soluciones no son difíciles. Pero estas no las vamos a encontrar diciéndoles a los detenidos que vamos a dialogar y negociar con ellos. Negociamos con nuestros pares. He ahí la primera muestra de debilidad. Y no echemos la culpa a los reclusos del descontrol penitenciario. (O)