El ritual quizás sea una de las instituciones humanas más antiguas. En la literatura se sugiere que aparece en las diversas sociedades humanas junto con los primeros signos de religiosidad. Sin duda es una necesidad humana que ha sido resuelta por los más diversos pueblos del mundo hasta en sus rincones más apartados.

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No es claro cuál es su punto de origen; quizás es nuestra capacidad para captar desde los ciclos más cortos de la naturaleza hasta los más largos y establecer su ciclicidad. Al mismo tiempo, observar los movimientos y comportamientos repetitivos en el reino animal, y al ser nosotros mismos animales... Cuando pensamos en los rituales, sin duda alguna nuestra primera asociación es con el campo religioso. El ritual es nuestro mecanismo para regular y normar nuestra relación con lo sagrado y Dios. De esto extraemos una de sus principales funciones: el ritual pone orden en un mundo caótico. Desde la antigüedad, la vida del individuo está atada a los rituales colectivos. En todas las culturas han existido y existen rituales para el nacimiento, la niñez, la adultez, el matrimonio y la muerte. También encontramos prácticas ritualistas en la vida de la nación, donde la frontera entre lo sagrado y lo civil puede tornarse bastante difusa; pensemos, por ejemplo, en la jura de la bandera. Incluso la democracia necesita de rituales para su existencia.

Y si bien es cierto que todavía es posible toparnos con diversas prácticas rituales, existen grandes diferencias entre los actuales y los rituales pasados. Sin duda alguna, los antiguos y las culturas “premodernas” mantienen una estrecha vinculación con lo divino. Y su principal característica es la rememoración y recreación del orden divino. No es una performance de una idea abstracta; es, literalmente, la implantación repetitiva de orden.

En definitiva, la mutación de los rituales trae consigo la ausencia de una necesaria discusión sobre la necesidad de orden...

A la vez nos permite reflexionar sobre por qué es necesario dicho orden; de esta manera, están asociadas a una idea determinada de bien y justicia. Incluso los rituales civiles de Estado y democracia existen con la intención de recordárnoslo.

Con la llegada de la modernidad, los rituales se han desacralizado, se han individualizado y han pasado a ser regidos por el mercado. Además, gracias al posmodernismo los límites de los rituales se ven atacados. La secularización del mundo implica la sustitución de lo divino por el diseño racional. Todo esto ha terminado por expulsar todo mecanismo que nos llevaba a pensar sobre lo divino/trascendente, el orden, lo justo y el bien. Si uno mira los eventos que la juventud trata de organizar en prácticas underground, es posible observar su búsqueda por orden y mecanismos de relacionamiento colectivo, con fuertes prácticas espirituales como una remembranza de nuestro antiguo contacto con lo trascendente.

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En definitiva, la mutación de los rituales trae consigo la ausencia de una necesaria discusión sobre la necesidad de orden, de por qué nos permite estar juntos y por qué es necesario mantenerlo. La “liquidez” de los límites termina por extinguir la principal función del ritual: el orden. (O)