Cuando se publicó La carretera, en 2006, la trayectoria de McCarthy había entrado en el circuito cinematográfico. Una de sus novelas de 1992, Todos los hermosos caballos, fue llevada al cine con éxito en el 2000, y para 2007 fue el turno de No es país para viejos. La carretera también se convirtió en película. Siendo novelas magníficas, no llegan a la altura de Suttrree (1979) o Meridiano de sangre (1985), que sigue sufriendo un peregrinaje de imposibles para llegar al cine. Con todos estos antecedentes, se esperaba que McCarthy publicara otra novela en relativamente poco tiempo (una de las perversiones editoriales de nuestro tiempo). Pero resulta que no. Han tenido que pasar 16 años para una siguiente novela de este enorme escritor, que hacia su vejez empezó a tener éxito luego de una vida ajustada entregado a forjar una obra vigorosa en el panorama de la novela. Todo un guiño: no iba a claudicar tan fácil a los peajes mediáticos. Cada libro de McCarthy es una apuesta diferente, como la novela reciente, que en realidad es un díptico: El pasajero y su novela paralela, Stella Maris.

De entrada aviso que no es una novela fácil, ni complaciente, ni políticamente correcta, ni gratuitamente violenta, ni exalta ni defiende a ningún oprimido ni colectivo. No será “útil” en el sentido más ramplón del término. Tampoco tiene una trama trepidante. A la manera de Meridiano de sangre, se trata de una invitación a pasear por los bordes del infierno. Pero aclaro: un infierno acompañado por el recuerdo de un amor imposible y por el talento del gran lenguaje en la novela.

En La carretera se contó la historia de un padre y su hijo, un niño todavía, que sobreviven en un mundo devastado por una destrucción literal. Lo que queda es un territorio de salvajes y supervivientes, y el amor de un padre por su hijo. En El pasajero el mundo es tal como lo conocemos. Todo funciona en su orden propio, con su justicia irregular, con sus protocolos, sus bares y restaurantes. No hay nada anómalo en el contexto de la historia. Todo parece normal, y esa es la perversión en la que no encajan los protagonistas, Bobby y Alice Western. Ella es una mujer de una inteligencia privilegiada en matemáticas, al punto que entra adolescente a la universidad, a lo que se suma un talento también genial para la música: toca un violín Amati de trescientos años de antigüedad. Lo que cierra sus atributos es una esquizofrenia paranoide devastadora y su belleza singular, heredada de la madre. Y lo imposible: está enamorada de su hermano. El mundo en aparente orden de esta ficción es una montaña de incomprensión para el genio y el amor prohibido. La novela, de una sutileza exquisita, no recurre a ninguna procacidad. Bobby adora a su hermana pero sabe que no es posible esa relación.

He contado la historia al revés para recorrerla mejor. Porque aquí ningún spoiler o destripamiento destruirá su lectura. Precisamente lo que exige esta novela es leerla para entender que vamos a conocer los restos de un encaje imposible entre los protagonistas y el mundo. O mejor dicho, lo que queda de toda esa historia. La primera página de El pasajero dice que no esperemos trama o resolución simple: la hermosísima Alice se ha suicidado y la encuentran en la nieve. Mientras recorremos la novela veremos las peripecias del silencio de Bobby Western en medio de una anécdota de su vida como buzo de rescate, y gradualmente se descubrirá sin sentimentalismo el dolor que lleva con él. Hay una destreza particular de McCarthy para darles voz a los personajes secundarios (observen a John Sheddan, cuando vive y cuando es un fantasma), que tienen a Western por un amigo querido y por un enigma. De cuando en cuando, el autor se escapa del realismo plano, transcribiendo las alucinaciones de la esquizofrenia de Alice, o conversaciones sobre filosofía y matemáticas, sobre Einstein, Feynman o Murray. Stella Maris, en cambio, es la transcripción de los diálogos entre Alice y el Dr. Wegner. Alice ha dejado su universidad —tiene apenas 21 años— y se vuelve a internar por tercera vez en el mismo centro psiquiátrico. Cuando se termina de leer El pasajero, uno queda devastado. Hay que armarse de valor para pasar a Stella Maris, de valor y paciencia, porque esas conversaciones son de una lucidez extrema, donde se despliega la inteligencia, la cultura, la complejidad de Alicia —ella se cambió su nombre— y su inmensa desolación.

¿Qué puede dejar una novela así? Como creo en el conocimiento refractario de las novelas que apuestan por el lenguaje, sospecho que en los escalones a los que nos hace subir McCarthy hay uno que va más allá de la interpretación literal. O mejor dicho: es válido lo literal en algunos aspectos de esta novela, pero también lo indirecto y aludido. El pasajero es una novela sobre un amor imposible. Que McCarthy haya tomado la historia de los hermanos es un catalizador que bajo ningún aspecto debe llevar a tomarla como una novela sobre el incesto. El que quiera perderse en esa arista, que le vaya bien. Bobby Western es una especie de Orfeo que perdió a Eurídice, que alargó las manos para aferrarla mientras ella también las alargó, pero ya está devorada de nuevo por el mundo de los muertos, del que Orfeo alcanzó a sacarla. En el sentido literal, Western rompe con el sistema que empieza a perseguirlo, donde le han cerrado las cuentas bancarias y las tarjetas de crédito. Lleva dinero en efectivo en una bolsa. No se necesita el mundo postapocalítpico, sugiere McCarthy, por si entendimos mal La carretera.

Así como me ocurrió cuando terminé de leer Meridiano de sangre, que volví a leerla desde el principio, haré lo mismo con este díptico extraño. Como dice Alice: “Ya quisiera el deseo satisfecho dejar una huella tan profunda como la del deseo frustrado”. (O)