Al expresidente Jamil Mahuad hay que reconocerle dos decisiones patrióticas que requirieron presencia de ánimo y claridad de pensamiento: la paz con el Perú, en 1998, y la dolarización en el 2000.

Aún habrá quienes suspiren por la “herida abierta”. Tienen derecho a la nostalgia pero a nada más, porque es evidente que la decisión de concluir el tema fronterizo fue positiva e histórica. El Ecuador no podía seguir anclado en disputas de raíz colonial que le habían impedido definir la frontera y, lo que alguien dijo, “tener piel”. Y que, además, le generaba ingentes gastos militares, incertidumbre y límites a los procesos de integración.

El tema de la dolarización, al parecer, no tiene nostálgicos del viejo y devaluado sucre, o los tiene muy pocos. Pero hay algunos dogmáticos y populistas que quieren transformar al Ecuador en campo de experimentación de sus teorías políticas, y sugieren reemplazar al dólar con una “moneda regional” inventada bajo la inspiración de Nicolás Maduro y Alberto Fernández, o con una moneda local absolutamente incierta.

Semejante propuesta, de aplicarse, sería la fórmula de un fracaso anunciado, nacida de los sueños de noveleros soberanistas. Hay algunos por acá que operan como caja de resonancia de semejantes ideas, que usualmente llegan adornadas por discursos nacionalistas debidamente acomodados a la circunstancia. Y que hacen daño.

El principal ingrediente de la economía es la confianza. Sin confianza no habrá prosperidad...

El dólar dotó de estabilidad a la economía que, a principios del 2000, era un barco a la deriva, afectada por la devaluación, la informalización y el deterioro del crédito y los salarios. El sucre había perdido toda credibilidad. Por entonces, ya no era una moneda apta para las transacciones comerciales, ni para la planificación de los negocios, ni para el diseño de políticas públicas, ni para sostener a la familia. Era un papel sin valor. Múltiples y complejas razones causaron semejante crisis. Las ideas de los sustitutos del sucre, que ocasionalmente nacen entre los torbellinos electorales, solo tienen cabida en la imaginación de algunos, o quizá en la idea de dificultar el ejercicio de los derechos y las libertades.

El dólar permitió la recuperación del poder adquisitivo de los salarios. Hacia 1999, el salario promedio era del orden de $ 41. Veinte años después, el salario básico unificado es de $ 450. Y, a estas alturas, ningún trabajador aspira a volver a los tiempos del jornal devaluado y de los conflictos colectivos cuya médula era el incansable regateo de centavos en “moneda nacional”. Tampoco quieren volver a la época en que se cobraba en sucres y se pagaba el arriendo en dólares. No está tampoco en los planes de la gente tolerar, otra vez, la incertidumbre propia de un sistema que erosiona patrimonios y salarios, que anula las inversiones y deteriora los ahorros y las rentas.

El principal ingrediente de la economía es la confianza. Sin confianza no habrá prosperidad, no habrá aliento al ahorro, ni a la inversión y ni al emprendimiento. La desconfianza es muy mala consejera; más aún si ella nace como respuesta a proyectos políticos equivocados. El país no es conejillo de Indias. (O)