“A Simón Bolívar. El Rayo de la Guerra, el Iris de la Paz”. Eso se leía en uno de los hermosos arcos que los guayaquileños habían construido para darle la bienvenida al Libertador hace doscientos años. El 11 de julio de 1822 salieron a recibirle en varias embarcaciones el cabildo porteño junto con marinos y prestantes ciudadanos. Tan pronto como se divisó acercarse al puerto la silueta de los navíos que en pesado ritmo lo traían a Bolívar, las salvas de rigor comenzaron a dispararse. La ciudad quedó así presa de un frenesí de júbilo. Un elegante ingreso se había levantado en el malecón y desde allí Bolívar caminó por una calle de honor que se le había preparado. Tal fue el remolino de gente que se volcó que Bolívar se demoró dos horas hasta llegar a su residencia a pesar de que ella no quedaba muy lejos. Una sucesión de discursos daba cuenta de la admiración y agradecimiento que los guayaquileños profesaban por Bolívar. Semanas más tarde, una asamblea con delegados de las actuales provincias de Manabí, Santa Elena, Guayas y Los Ríos resolvió libremente –y no por la violencia como dicen algunos– unirse a Colombia, con lo que no hizo otra cosa que ratificar lo que ya habían decidido días atrás muchos de sus pueblos y lo que ya había resuelto un cabildo abierto un año atrás. Días más tarde del arribo de Bolívar a Guayaquil llegaría también San Martín. Otra fiesta de bienvenida embargó a la ciudad. Multitudes en las calles, discursos, paradas, calles de honor. Esto debió haberle provocado a San Martín un bálsamo en su espíritu taciturno, pues a la sazón había prácticamente perdido el apoyo de Buenos Aires. Un año más tarde hasta se le prohibió ingresar a Argentina desde Chile para acompañar a su moribunda esposa.

Mejor haríamos en no disturbar sus sueños eternos, pues no merecemos su atención.

Ambos líderes mantuvieron conversaciones reservadas sobre las que mucho se ha especulado. Pero una cosa parece ser cierta: ambos estarían horrorizados hoy en día al ver en lo que se ha convertido la América por la que entregaron sus vidas y sueños; esa América de cuyo futuro debieron haber conversado durante sus entrevistas en Guayaquil. ¿Qué diría Bolívar al ver a nuestro país dominado por una jauría de demagogos que se ha enriquecido gracias a las arcas fiscales? ¿Qué dirían Rocafuerte, Moncayo, Montalvo, Alfaro, gente que tomó la bandera de Bolívar y se dedicó a forjar nuestra identidad como país, al ver cómo se pretende bajo rimbombantes conceptos fragmentarnos en una colcha de feudos, tribus o haciendas soberanas, sin ningún sentido de futuro y menos de nación; cada uno mirando a los problemas de los otros como ajenos? ¿Qué diría Rocafuerte –él que hasta sacó dinero de su peculio para atender la salud pública de Guayaquil– o el propio Olmedo, al ver cómo hoy muchos de los que invocan sus nombres son cómplices de golpistas, narcotraficantes y mafiosos? Países donde a nadie le importa que a los asambleístas se los extorsione o se atente contra sus vidas por la forma de votar, donde un grupo de malandrines siembra terror a los ciudadanos a base de la violencia y donde se llega hasta a envenenar el agua potable de una ciudad, eso no es lo que soñaron Bolívar y San Martín mientras conversaban aquellas lejanas tardes de julio en Guayaquil. Mejor haríamos en no disturbar sus sueños eternos, pues no merecemos su atención. (O)