De chica jamás pensé que el juego de las sillas podría semejarse a la arena política. Bailábamos alrededor de estas, ubicadas en línea horizontal, pero en posición contraria, lo que dificultaba hallar un asiento libre al detenerse la música. Ya que en cada ronda faltaba un puesto, siempre aparecía algún prospecto de canalla que empujaba, brincaba encima de los demás o movía las sillas para sentarse, burlándose de las reglas y los concursantes.

Lo he recordado en este caótico febrero, que nos demanda ser consumidores políticos a la fuerza, en un intento de imaginar el desenlace de procesos que parecen estar en marcha: juicio al presidente Lasso, activación de la muerte cruzada, movilizaciones u otros.

¿Juicio político?

Sectores populares confluirán en jornadas de protesta desde el 7 de marzo para ‘exigir’ la renuncia de Guillermo Lasso a la Presidencia

Para los especialistas del campo de la psicología, un canalla es alguien que se mueve en espacios de poder y dinero. Incapaz de discernir su relación con el mal, lo ejerce sin ningún escrúpulo moral, legitimado por su propia satisfacción. No siente culpa, nada le quita el sueño; no se detiene en su voracidad, sin importar vidas, cuerpos y subjetividades. Siente que no debe nada, no tiene vergüenza ni le importan las consecuencias para otros. No se cuestiona sobre su vida y se protege con coartadas, de forma de no verse sorprendido. Tampoco tiene dudas y como la impunidad le favorece, confirma que puede vivir sin ley, que la ley no aplica en su caso; esa es su ley. Esto genera, a su vez, que otros le teman, respeten o admiren.

Una columnista extranjera definía una serie sobre P. Escobar como una escalada de poder e impunidad y narraba que después de estallar un avión, en el intento de Escobar por asesinar al presidente Gaviria, la madre del narcotraficante pregunta a su nuera: “Él no fue, ¿verdad? Él no haría estallar un avión”. La nuera responde: “Claro que sí lo hizo. Tendría sus razones”.

No es posible desatar las cadenas, y cual nudos gordianos, solo es posible cortarlas, anticipaba Bauman.

¿Razones o pulsiones de muerte? Lo cierto es que vivimos entre canallas, quienes no están atados por lazos civilizatorios que nos humanizan y que generan una ética de cuidado hacia el otro. A riesgo de ser repetitiva, retomo la contundente advertencia de los filósofos a inicios del siglo XXI: la nueva forma invisible de maldad es pensarse como una persona moral sin serlo, junto a un Estado que se rinde o se entrega a esa maldad.

Deslumbrados por el brillo del mal pasamos por alto el resbaladizo descenso justo al otro lado del umbral, señala Z. Bauman, aludiendo a las cadenas cismogenéticas (acciones y reacciones que agravan la tenacidad y agresión de los involucrados y ahondan el abismo que los distancia): “arma de doble filo, el acto de infligir dolor a otros indudablemente degrada y corrompe a quien lo perpetra. Quienes sufren el dolor no emergen moralmente ilesos de su ordalía”.

No es posible desatar las cadenas, y cual nudos gordianos, solo es posible cortarlas, anticipaba Bauman. Y me pregunto si la voluntad política y una potente sociedad civil serían suficientes para hacerlo, porque no solo carecemos de la espada; nos hace falta Alejandro Magno.

Coincidencia o no, escucho de lejos el tango Cambalache: “¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! / cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”. (O)