La semana pasada, luego de varios años sin encontrarnos personalmente, tuve la ocasión de reunirme con dos queridos amigos, excolegas universitarios, que como yo dedicaron toda su vida profesional a labores académicas. Uno de ellos comentó que había pasado varias semanas junto con su hijo en Europa, visitando distintos países y asistiendo a grandes eventos deportivos y culturales. Estaba impresionado por la calidad de vida de esas sociedades, por su orden, respeto a los derechos de los otros, funcionamiento eficiente del sistema social y por la amabilidad básica y la educación de la gente.

Cuando el diálogo sobre este tema se produjo, aporté proponiendo una línea de conversación que no dejaba de reconocer los niveles sociales de esos pueblos, sugiriendo que el mejor de los mundos para vivir, según mi particular enfoque, no estaba fuera de nuestra cultura, historia, paisaje y realidad social que, pese a ser tan decadente en muchos aspectos que la hace insoportable para tantos compatriotas que cuando pueden huyen despavoridos, es la fuente vital amplia y envolvente para sus hijos.

Ciertamente que mi posición frente al tema es producto de circunstancias propias que me permiten reflexionar sobre la estética y la ética ecuatorianas de las cuales formo parte, desde una cierta comodidad personal. Otras son las perspectivas de quienes, en esta misma realidad, solamente sienten dureza y restricciones que marcan sus vidas cercenadas en sus posibilidades, limitadas en su futuro y atravesadas de graves carencias materiales. Por eso huyen y buscan mundos mejores para ellos y los suyos, pese al desgarramiento moral que se instala en sus vidas por el abandono de su fuente matriz y vital, forzados por la precariedad.

Escribo esta columna desde la ciudad de París a la que he visitado desde mi juventud de finales de los años setenta del siglo anterior y luego –recurrentemente– cuando viví y estudié durante varios años en un país limítrofe de Francia; y, en los últimos tiempos, cada año, por razones profesionales que me unen a una organización internacional que tiene su sede principal en esta gran ciudad. Inicié el proceso de escribir, trasnochado y afectado por la diferencia de horario del Ecuador con Francia, en mi primer día en este territorio, mirando lo que ofrecen los canales de televisión locales. Es una realidad diferente a la nuestra. Otra civilidad. La prosperidad económica genera escenarios culturales distintos. La gente tiene otros intereses, porque los básicos están mucho mejor resueltos que entre nosotros. Se intenta mejorar siempre, porque se puede hacerlo, en aspectos de sociabilidad, medioambiente, derechos, cultura o ciencia.

Sin embargo, el mejor de los mundos posibles, para cada individuo, pese a la sofisticación de la prosperidad económica, científica o ciudadana de algunos países extranjeros, no está –necesariamente– ahí con ellos. Se encuentra en su tierra, con su gente y se justifica por la responsabilidad con el mejoramiento de su realidad. El compromiso y el esfuerzo para mejorar las condiciones de vida de sus pueblos definen la vida de cada individuo y le dan sentido. (O)