El micrófono, la pantalla y las redes sociales cambiaron definitivamente la política. La noticia en tiempo real se ha convertido en “los actos de gobierno en tiempo real”, porque ahora ya no se decide en la sala de gabinete o en la soledad del despacho. Al contrario, lo más importante, y por cierto lo “más popular”, se resuelve en el programa de radio o en la entrevista, o con el recurso instantáneo de la tecnología, a vista y paciencia de las multitudes que se sienten no solo testigos, sino una especie de “ministros virtuales de la decisión”. Ese método afianza la faceta electoral del poder y, a la larga, convierte a la democracia en un sui géneris plebiscito permanente, orientado por los sondeos y construido no sobre la racionalidad económica ni la eficiencia administrativa, sino en función de lo que mejor responda a la emotividad del pueblo “virtual”, anónimo e implícito, que mira los acontecimientos.

Una destitución anunciada

La “videopolítica”, como la llamó Giovanni Sartori, evaporó algunos secretos del poder, lo cual es bueno, pero ancló a la democracia en lo prebendario, porque la gente, cuando asiste y participa virtualmente de los hechos políticos, para apoyarlos, espera que el expositor ofrezca una cuota concreta, y aspira a que le “toque algo” y que le toque “ya”. De allí que la conducción del Estado no se haga con énfasis en la racionalidad, sino en la idea de que en la gran distribución le tocará una presa gratuita a cada individuo transformado, de ciudadano, en consumidor insaciable de las ventajas, subsidios y prebendas que reparte el Estado, condicionado por el más crudo e irresponsable paternalismo.

Esas prácticas, muy “simpáticas” en términos electorales, conspiran contra la sana y prudente administración de una república. Esas prácticas, ahora potenciadas por las redes y los medios audiovisuales, parten del erróneo concepto de que todo lo popular es bueno. Y que hay que ser siempre e inevitablemente populares, lo que equivale a convertir a los gobernantes y legisladores en eternos candidatos, y a la administración del Estado en perpetua y agobiante campaña.

Reelección u outsider

Pero hay muchas cosas, medidas y tácticas “populares” que han sido trágicas para los países. Por ejemplo, el nacionalismo basado en la animosidad de la gente, ha sido el eterno consejero de las guerras y de toda suerte de medidas irracionales. Un italiano que se llamó Benito Mussolini era enormemente popular. Berlusconi fue popular y manejó a la perfección su imperio audiovisual. Los populistas de todos los signos que explotan la credibilidad y el resentimiento son parte sustancial de esta anomalía política. Caudillos, demagogos, ¿fueron gobernantes responsables?

El uso y abuso de los medios audiovisuales y de las redes no han logrado transparentar el ejercicio del poder. Al contrario, los han empantanado y han servido de cortina de humo para toda suerte de prácticas que desnaturalizan la democracia, y que han convertido a la población, en unos casos, en testigo de piedra, y en otros, en cómplice de los descalabros de las repúblicas. (O)