Libertad, honor, propiedad y seguridad son valores de la sociedad civilizada que están en manos de los jueces.

De ellos depende que se pueda vivir sin temor a ser sometido injustamente a prisión; que se preserve el buen nombre, y que el prestigio no se pierda en la injuria y la maledicencia; que los bienes se protejan del abuso del invasor, de la picardía del estafador, o del poder arbitrario del Estado.

De ellos depende que la dignidad sea algo más que una palabra, que se pueda opinar sin ser perseguido, discrepar sin ser vejado, pensar sin ser sometido. De ellos depende la dignidad. De ellos depende que la sociedad viva con razonables certezas y sin miedo.

¿Peor que la enfermedad?

¿Justicia para la Justicia?

La tarea y la responsabilidad son enormes, si se advierte, además, que libertad, seguridad y propiedad no serán posibles si los jueces carecen de la condición individual, y de la posibilidad real, de decirle no al poder político y a todos los demás poderes, de enfrentar a todo factor de influencia, de crecer en la adversidad, de sostener su íntima convicción en contra de todos quienes griten sin fundamento lo contrario.

Sin independencia no hay judicatura, no hay cortes, no hay tribunales. Habrá funcionarios, pero magistrados no habrá. Por eso, las repúblicas grandes, las verdaderas, dependen de los jueces, de su recto concepto de la ley, de su fuerza moral, de su “poder ético”.

La función de juez no se reduce al ejercicio rutinario de un cargo. No es posición burocrática, ni debería ser empleo transitorio. El juez es un género especial de ciudadano cuya tarea es, ni más ni menos, que administrar justicia, aplicar la norma según los datos del proceso, razonar serenamente y decidir “sin temor ni favor”.

La confianza, pilar de convivencia

En el juez vive la Constitución y la ley. Es, en último término, el gestor de los derechos y la clave de la seguridad. Es más importante que el legislador, porque su función es concretar los preceptos y los principios en las sentencias, traducir las libertades y los derechos en un documento, y hacer cotidiano testimonio de independencia. Ese es el juez. Ese debería ser el juez.

Tarea compleja esta de resolver los conflictos según la Ley, de hacer que los derechos tengan vigencia real, de distinguir dónde está la justicia en cada caso, dónde la razón y dónde la iniquidad. Tarea compleja, porque de los jueces depende que en la sociedad se genere la indispensable sensación de confianza para que la gente viva, trabaje y prospere en paz, sin acudir a la bárbara resurrección de la venganza, para abolir o frenar la vigencia de la trampa y la impunidad del abuso.

Elegir jueces no es trámite de mecánica informática, ni de concurso público solamente. Es, ciertamente, proceso de valoración profesional y académica, pero, ante todo, grave tema de apreciación ética, porque, en último término, administrar justicia es, primero, cuestión de integridad, y después, de experiencia y capacidad. Y de valentía muchas veces. No es consigna ideológica, ni es función de activismo político. Es una dimensión concreta y cotidiana del más humano y difícil de los trabajos. (O)