Como el 24 de mayo de la muerte de los Roldós, el 9 de agosto se convirtió en otro momento horrible, incapaz de ser olvidado para la mayoría de los ecuatorianos. Pero es para quienes lo amaron, sobre todo para sus hijos, una injusticia imborrable que marcará su destino. Héctor Abad F. empieza el bellísimo libro en memoria de su padre vilmente asesinado, hablando de ese amor primal, que desde el olor hasta el sentido de seguridad transmite la presencia del padre a sus hijos.

A partir del atroz asalto al hogar de Villavicencio en la Navidad de 2013, la imagen de su hijo pequeño llorando ante el absurdo acto violento debería habernos marcado como nación. Esos niños crecen con el amor vertido en canciones y poesía de su padre para disimular el miedo, para tratar de que sean felices a pesar de la amenaza constante: su padre está en peligro. Fue la policía la que entró por órdenes poderosas de quien le temía. Lo hizo de manera innecesariamente brutal y con las cámaras para poder luego mostrar las imágenes en algún espectáculo macabro de la propaganda pagada por el Estado para inventar su cuento: desestimar la versión del hombre que asustaba con sus investigaciones a tantos cobardes.

¿Cuántas veces la policía le falló a Villavicencio y a su familia en estas décadas? El operativo monstruosamente ejecutado para acribillarlo tuvo éxito no solo por las fallas de seguridad de esa tarde, sino por la incapacidad de prevenir el ataque a pesar de que tenía 97 % de riesgo de ocurrir. Otra vez, el país les debe a familiares, deudos y seguidores el llegar a los autores intelectuales y financistas del asesinato; pero también estudiar las fallas del sistema de protección del Estado a las personas en riesgo. Unas semanas antes, el alcalde Intriago fue asesinado a pesar de la custodia estatal. Si no se analiza, investiga y castiga a los oficiales ineficaces, es posible que la sangre siga siendo el horror nuestro de cada día.

Héctor Abad Gómez fue un amoroso salubrista y maestro que osó ejercer sus profesiones alumbrando caminos para mejorar su Medellín. Se encontró con los cobardes políticos que, al igual que con Villavicencio, no escatimaron insultos y amenazas para azuzar a tontos y criminales al ataque.

El operativo monstruosamente ejecutado para acribillarlo tuvo éxito no solo por las fallas de seguridad de esa tarde...

Fernando amaba la poesía, sus hijas ya lo emulan en buscar consuelo en la belleza de la música y las letras. Martín probablemente, al igual que el escritor Abad Faciolince, descubrirá en el recuerdo y en los bolsillos paternos de la nostalgia los poemas que guíen su vida para ser un buen hombre. El escritor tropezó con la letra de su padre en este poema que luego probó –él mismo– ser de J. L. Borges:

Aquí. Hoy/ Ya somos el olvido que seremos./ El polvo elemental que nos ignora/ y que fue el rojo Adán y que es ahora/ todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas/ del principio y el término. La caja,/ la obscena corrupción y la mortaja,/ los triunfos de la muerte, y las/ endechas.

No soy el insensato que se aferra/ al mágico sonido de su nombre./ Pienso con esperanza en aquel hombre/ que no sabrá que fui sobre la tierra./ Bajo el indiferente azul del cielo,/ esta meditación es un consuelo. (O)